Ángel Puertas
La problemática
nacionalista es emocional. Sigmund Freud en El
porvenir de una ilusión conectaba el nacionalismo con el narcisismo de las
pequeñas diferencias. Dos notas humanas destacan en la conducta de numerosos
nacionalistas: la extraordinaria relevancia que otorgan a la catalanidad y la
percepción de que lo catalán es hostigado por los españoles no catalanes.
En la ideología nacionalista
observamos una inflación del ego colectivo. El nacionalista exhibe
reiteradamente su catalanidad para que todos lo admiren y contemplen. Hechos
que ninguna relación tienen con la catalanidad son visualizados interponiendo
el prisma “Cataluña”. Y dicho cristal se emplea para interpretar cualquier
fenómeno, desde el más prosaico e inofensivo al más enjundioso y trascendental.
Así, la guerra civil deja de ser un enfrentamiento entre las dos Españas (en la
que lo catalán sería secundario) para ser una lucha de España y Cataluña (que
adquiere rango protagonístico); los mayores precios de la vivienda y otros
bienes en Barcelona y área metropolitana en comparación con los de un pueblo
andaluz no son una simple manifestación de la carestía de la vida en áreas
urbanas de fuerte inmigración frente a depauperadas zonas rurales de acusada
emigración, sino una demostración de lo caro que a los catalanes les resulta
ser españoles. Los ejemplos podrían continuar hasta el infinito. Las muestras
de exhibición de la catalanidad por parte de tantísimos nacionalistas son tan
evidentes que no merece detenerse en ellas. En el nacionalismo hay un “yo
colectivo” inflamado, una llama hinchada y siempre refulgente que ilumina con
su cálida tonalidad toda la estancia y que impide contemplar la realidad bajo
otras luces más humildes y objetivas.
El siglo XIX fue la infancia de las
naciones. Séalo o no Cataluña, el siglo XIX fue aciago para esta comunidad.
Siete guerras civiles sufrió Cataluña entre 1821 y 1875 (la guerra realista, la
resistencia contra los Cien Mil Hijos de San Luis, la de los Malcontents, las tres carlistas y los
alzamientos republicanos). Bandas carlistas en los montes asaltaban a viajeros
y campesinos; partidas de la Tradición caían al amanecer sobre pueblos
desguarnecidos, fusilaban a liberales e incendiaban casas y cosechas de
propietarios que no pagaban la contribución al rey Don Carlos; juventudes
militarizadas montando guardia en las proximidades de la población; somatenes
prestos a luchar; vecinos carlistas represaliados por los liberales;
funcionarios que no podían entrar en las zonas sublevadas; industriales
arruinados por la hiedra del contrabando que florecía en las guerras; obreros
pordioseando por los sobresaltos y la depauperación de la economía; olor a
pólvora desde las frecuentes barricadas progresistas; juntas y contrajuntas
revolucionarias; atropellos de la autoridad militar: juicios sumarísimos,
detenciones sin causa, secuestro de publicaciones, prohibición de transitar por
las calles a partir de las diez de la noche…; rumores de bajada de los
aranceles; una industria potente y a la vez frágil, pendiente de la solidaridad
comercial del resto de España, anhelante de elevados aranceles; una burguesía
demandante de servicios modernos (una estación de telégrafos, vías férreas,
escuelas industriales…) que quedaba afónica ante un Estado empobrecido por las
recidivantes guerras del norte; luchas entre obreros y capitalistas, unos
arrojaban bombas sobre las cabezas burguesas del Liceo y otros arrojaban
legislaciones antiproletarias a los tobillos de los trabajadores… No conozco
región con un siglo XIX más atormentado. Las guerras civiles deprimen la
autoestima colectiva: “matinés
[carlistas] en la montaña, ladrones en las afueras, bullanga en expectación por
las calles y plazas, y bombas en proyecto en el aire por si fueran mal dadas.
Me cago en Barcelona”, escribía Pablo Piferrer, aunque originariamente
escribió “Cataluña” donde luego puso Barcelona.
Los intelectuales, ayunos de esperanza,
se refugiaron en un pasado imaginario, al que idealizaron (Álzate, oh Barcelona,/bastante has estado postrada y abatida:/mira que
una corona/tan grande como la perdida,/te guarda el cielo, tan querida para tu
frente;/sal ya de la agonía,/piensa que nuestros hijos con voz severa/te
preguntarán un día:/¿Qué has hecho de tu bandera,/dónde están tus reyes, tus
bravos caudillos dónde están?, versificaba Rubió i Ors). Difícil es la
autocrítica. Ese contraste entre el pasado glorioso y el presente oscuro
desembocó en la búsqueda de un chivo expiatorio (Felipe V) y de un objeto
contrafóbico (las instituciones derogadas por el primer Borbón). El relato
histórico prenacionalista había sido creado.
Casi
toda la industria española era catalana. Su escasa competitividad se salvaba
con elevados aranceles en las aduanas que convirtiera el resto de España en un
mercado protegido (o cautivo, como queramos) para la industria nacional. La
firma de un tratado con una potencia extranjera “siembra la inquietud entre los que se ven amenazados de perder lo que
es fruto de tantas privaciones y fatigas, y cubre con un velo de tristeza el
corazón de los que temen que les ha de faltar el pedazo de pan cotidiano para
ellos y sus familias. ¡Ah! No; esos teóricos sin entrañas [los intelectuales
librecambistas] no tienen idea de lo que es para el pueblo catalán una de
aquellas amenazas; amenazas que al estar próximas a convertirse en realidades,
convierte el temor y la tristeza en verdadera desesperación. ¿Qué tiene de
particular que (…) el dolor arranque gritos que parecen maldiciones y amenazas
contra la patria común, contra la madre que se convierte en madrastra?”,
clamaba el conservador Mañé y Flaquer. Sin embargo, la postura del Estado era
habitualmente proteccionista. La hiperprotección materna deprime la
autoconfianza del niño, el hiperproteccionismo segó la confianza de la
industria de sobrevivir sin altos aranceles.
Cuando
un niño piensa que su madre no le muestra un amor incondicional, sino que es
capaz de retirarle el pecho materno (aunque nunca se lo llegue a retirar), de
propinarle un injustificado o desproporcionado golpe, de no comprender sus
balbuceos…, ese niño, digo, tiende a pensar que su madre no le quiere, y no le
quiere por sus bajas cualidades. Pero puede que el niño realice un mecanismo de
hipercompensación y exalte sus virtudes desmesuradamente (“¿cómo que yo valgo
poco? Soy el más trabajador, el más ahorrador, el más emprendedor, el más
pactista, el más avanzado”, pareciera decirse). El niño, ante el temor a ser
relegado por una madre abandónica, descubre la trascendencia de no pasar
desapercibido, y emergen en él rasgos narcisistas, al objeto de ser siempre el
centro de atención. A fines del siglo XIX un sector de Cataluña, y reitero,
solo un sector de Cataluña, comenzó a vivir su catalanidad de forma narcisista.
No todas las personas que vivencian la misma experiencia reaccionan igual ante
la misma. Sobre ese terreno cayó y germinó una semilla ideológica que
proporcionó trabazón argumentativa y simbólica a ese estado anímico. En otras
regiones también cayó, pero la planta no arraigo por no hallar terreno tan
fértil como el que las inclemencias del XIX convirtieron al espacio catalán.
Así,
en algunas parcelas del solar catalán los miedos e inseguridades del XIX
explosionaron en una exaltación de la catalanidad, en una vigorosa afirmación
de lo propio. Adler apuntaba que “de
estos sentimientos de inferioridad y de inseguridad surge una recia lucha para
afirmar la propia personalidad, de una intensidad harto mayor que la normal”.
El
narcisista, sintiendo que nadie la abraza, se abraza permanentemente a sí
mismo. Él es lo único importante. A la postre los demás no son más que espejos
o dianas. Espejos que le deben devolver una imagen doblemente bella de él mismo
o dianas sobre las que descargar su ira y su frustración. Aspira a la gloria, a
ser contemplado como alguien irrepetible, especial, pero la gloria está en el
ojo ajeno. No puede aceptar ser igual que los demás porque entonces no
destacaría (por eso repudia el “café para todos autonómico”). Y mientras, se
mira insistentemente en el espejo.
Él
debe ser siempre el centro. De tal manera no acepta que le contradigan. Él no
dialoga, hace pedagogía. Coloca a los demás en la involuntaria posición de
alumnos. Si no comparten su parecer no es porque él yerre, sino porque no le quieren
entender, porque son unos recalcitrantes anticatalanes (“no ens entenen, no ens estimen”). No darle la razón equivale a no
quererle. Si no obtiene el triunfo (dialéctico, político, económico) contacta
con la angustia anaclítica, con su hondo temor al abandono, y proyecta su
angustia sobre el otro (“yo no soy el inepto que no gusta a mamá, sino que eres
tú el inepto”).
Para
el narcisista él siempre es el más. En su fase
convexa es exultante, tiende a creerse superior (“Cataluña destaca por su
civismo, su pactismo, su pacifismo, etc.”, proclama cualquier prócer
nacionalista). En su fase cóncava es
victimista, piensa que es el más maltratado, el que más sufre, que sus
problemas son los más graves e importantes que los de los demás. En todo caso
cree ser excepcional (el famoso “hecho diferencial”).
El
narcisista, surgido de las inseguridades y miedos al abandono, teme no ser
querido. Su vínculo con los demás pasa por convertirlos en espejos que le
muestren cuánto es él de valioso. Para ello proclama de continuo sus
excelencias y singularidades. No mantiene una relación mutuamente nutritiva con
el entorno, no practica la ecología, sino la egología.
El
narcisista, falto de autocrítica, atribuye sus problemas a los demás. De ahí
que los gobiernos narcisalistas
eludan con tanta facilidad sus responsabilidades por una defectuosa gestión
(“Madrid es culpable”). A menor nivel de exigencia sobre los gobernantes, peor
administración de la cosa pública. El informe de gobernabilidad regional de la
Comisión Europea de 2012 coloca a Cataluña como la región peor gobernada de
España. Pero la vanidad en la que transita el narcisista le impide verlo.
El
narcisista siempre está insatisfecho. Siempre quiere más para evitar la
angustia anaclítica. “Dame, dame, dame, que nunca me sacio”, parece decir,
temiendo que si deja de exigir desaparezca el pecho materno. Reclamar
insistentemente le garantiza la atención ajena. Además se siente fuerte, máxime
porque desliza la amenaza velada de romper
la relación si no se hace a su acomodo y voluntad. Cuando logra su
objetivo una sensación de potencia se apodera de él, pero es efímera, pues no
valora las cosas que tiene, sino la atención de los demás. Anhela
permanentemente el triunfo para colmar la sensación atrasada de impotencia y debilidad.
Y pasa del 15% del IRPF al 30%, de un nuevo sistema de financiación al
Estatut del 2006, de la supresión de los gobernadores civiles al pacto fiscal…
siempre en continua lucha, porque en la lucha se siente vivo y fuerte. Y los
demás han de complacerle so riesgo de no quererle. Exige al resto de España que
le seduzca, pero él no debe hacer nada para resultar atractivo ni a los demás
catalanes ni a los demás españoles. Él se considera seductor de por sí.
El narcisista en su posición cóncava
en la que se visualiza como una víctima es de hecho un maltratador psíquico,
pues implícitamente acusa a los demás de victimarios. Adquiere así una posición
de superioridad moral y exige a los demás que le recompensen. Los demás siempre
quedan en deuda con él, deuda que es imprescriptible. Así se coloca siempre por
encima de los demás. Así puede manipularlos afectivamente y controlarlos,
lograr que hagan cuanto él desee.
El narcisista se siente especial,
por tanto, no contempla a los demás hermanos como a iguales. El mandato que
transmite es: “no pertenezcas a este grupo” (“som una nació”), “afianza tu singularidad” (“fer país”), “no confíes” (“que
la prudència no ens converteixi en traidors”), pues no ve a los otros como
colaboradores, sino como competidores.
Su carácter se fortalece en la
lucha, por ello fomenta las situaciones de conflicto que le permitan superar
los obstáculos creados por él mismo y aumentar, una vez vencidos, su
autoconfianza. En caso de no vencer, el conflicto le permite equiparse de
“justificados” reproches contra el enemigo. Así acentúa su guión de vida: “mamá
(el Estado) no me quiere”. Prefiere
tener la certeza de no ser querido a tener la confianza de serlo. La primera le
confiere seguridad y una excusa para la lucha, la atención y el triunfo; la
segunda le coloca ante el riesgo de no ser estimado como él desea, ante la
posibilidad de que los demás no se plieguen a sus continuas exigencias. Por
ello prefiere lo malo conocido a lo bueno por conocer. Y acomete proyectos de
dudosa viabilidad que confirmen sus negras premoniciones (selecciones
catalanas, Estatut, pacto fiscal, independencia…). El culpable de sus intuidos
fracasos es el agrio Estado anticatalán.
El narcisista cuando se siente
frustrado atribuye sus limitaciones a la malquerencia ajena, envidiosa de su
excelsa valía. De ahí su sentimiento de persecución. Una sentencia del Tribunal Constitucional no
es un texto jurídico, sino un acto de desamor. Y cuando se siente no querido
rompe la relación, no puede soportar no ser el centro del círculo. Fatigado de
una vieja Eco que ya no le satisface en todo cuanto reclama se lanza a
conquistar a una nueva Eco (la Europa fascinada por la Barcelona olímpica o el
Barça de Guardiola).
Esta visión se transmite
acríticamente de padres a hijos. Los padres cargan a sus hijos con pesadas
mochilas: “serás musulmán, como yo, y pensarás así de las mujeres y del vino”,
y el hijo adquiere sin cuestionarse las filias y las fobias del padre. Pero
quien dice musulmán dice cristiano o ateo, o culé o merengue, o socialista o
conservador. Podemos odiar a quien creemos que injustamente nos odia. Pero
cuando comprendemos que son esclavos de sus sentimientos, cuando conocemos las
conexiones causales que los producen, la pasión pierde fuerza. De tal manera
que estaremos en una posición menos apasionada y más racional, y por tanto, más
proclive a hallar la solución.
Descrita
la etiología y el diagnóstico de aquello que Albert Einstein describía como
“una enfermedad infantil, el sarampión de la Humanidad”, tan solo queda abordar
la terapéutica.
Gran artículo
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