“--Cuando yo uso una palabra –insistió
Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso-- quiere decir lo que yo
quiero que diga..., ni más ni menos.
--La cuestión --insistió Alicia-- es si
se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
--La cuestión --zanjó Humpty Dumpty-- es
saber quién manda..., eso es todo.”
Lewis Carroll, A través del espejo y lo
que Alicia encontró allí.
En su discurso de clausura de la
Conferencia Política del PSOE, celebrada el pasado noviembre, Alfredo Pérez
Rubalcaba dedicó un párrafo a esbozar qué entienden los socialistas por
“federal”. Consciente quizá de que el abuso del término desde las filas
socialistas ha acabado por oscurecer su significado para muchos ciudadanos, y
tras etiquetar como “federales” algunas generalidades bienintencionadas, pero
escasamente aclaratorias (“Federal es respetar la diversidad de todos los
pueblos de España; federal es que haya una claridad en el reparto de las
competencias, que haya una justicia en la distribución de los impuestos;
federal es que haya coordinación y cooperación y lealtad...”), el secretario
general socialista intentó despejar dudas con tres ejemplos prácticos: “Federal
es Alemania, es Austria y es la Europa que queremos construir los socialistas.
Eso es lo que queremos”. Tres ejemplos que no son improvisados, porque ya
habían sido citados por el mismo orador, en el mismo orden y casi con las
mismas palabras, unas semanas antes para ilustrar “lo que queremos los socialistas”
en otro escenario, la Fiesta de la Rosa del PSC (véase p.ej. El País,
15/09/2013).
La Conferencia Política era, en
principio, el marco adecuado para precisar en qué consiste “una España federal”
y en qué se diferencia de la actual “España autonómica”. Sobre todo, porque
hasta la fecha, la invocación “federal” había sido, en boca de responsables
socialistas a un lado y a otro del Ebro, una especie de remedio improvisado,
contradictorio y confuso con el que hacer frente a la confluencia de crisis nacionales
–institucional, política, social, económica--, pero también orgánicas y
electorales, reflejadas en las crecientes dificultades internas de los dos
partidos socialistas españoles, tanto entre ellos como en el seno de cada uno.
Tres ejemplo, por tanto, para ilustrar "lo que queremos los socialistas". Es dudos que los tres casos mencionados -alemán, austriaco, europeo- ayuden, por sí mismos, al profano a entender de qué federalismo hablan los socialistas. En el caso europeo porque la Unión Europea ni es una federación, ni tiene visos de convertirse en una federación (al menos, políticamente) en un futuro próximo, y por tanto es difícil que su ejemplo pueda ser invocado para ilustrar a qué se parecerá España cuando sea federal. Y decir que la España que se quiere se parece a la Europa que se quiere no permite grandes progresos.
Austria y Alemania
Cúpula del Reichstag, Berlín
Quedan, como ejemplos tangibles, Alemania y Austria. Pero el federalismo alemán y el austríaco, pese a la cercanía cultural y geográfica de ambos países, tienen grandes diferencias. La república federal de Austria, por ejemplo, es un Estado significativamente más centralizado que el Estado autonómico español, en el que la legislación relativa a los grandes servicios públicos (educación, sanidad, seguridad), así como buena parte de su ejecución, corresponde a la Federación; en que el control y la recaudación de los principales impuestos se efectúa a nivel federal (muy alejado, por tanto, del modelo tributario que los socialistas defienden desde la aprobación del Estatuto catalán); en el que la justicia es un ámbito exclusivamente federal (como lo es -aún- en España, pese a los intentos de los socialistas por regionalizarla) y en el que el rol de los Estados federados (Bundesländer) consiste, en buena parte, en ejercer como "administración federal indirecta" (Mittelbare Bundesverwaltung), esto es, como brazos ejecutivos de la política federal. Desde luego, este modelo no tiene nada de indigno -y es muy probable que el Estado centroeuropeo funciones mejor que el español-; pero este federalismo de tipo austriaco, a veces denominado "unitario", recuerda poderosamente al que ha defendido para España un partido como Unión, Progreso y Democracia (UPyD) -algo que ha valido a los de Rosa Díez, por cierto, toda clase de acusaciones de "neocentralismo" por parte de dirigentes y responsables socialistas.
El federalismo alemán ofrece una
distribución más equilibrada, y sobre todo más dinámica, del poder político
entre la Federación (Bund) y los Estados federados (Länder), en
la que éstos últimos disfrutan de amplias competencias a todos los niveles,
equiparables en gran medida a las que tienen las autonomías españolas. Su
ejemplo no es ninguna novedad: ha sido invocado con cierta frecuencia como
modelo o como referente en España(1); y buena parte de las instituciones
autonómicas españolas (empezando por el Tribunal Constitucional) están
directamente inspiradas en sus homólogas alemanas.
La diferencia más vistosa entre el
federalismo alemán y el modelo autonómico español reside quizá en la
institución del Senado. Como es sabido, el Bundesrat está formado por
delegados directamente elegidos por los gobiernos de los Länder (y no
por los ciudadanos y los Parlamentos autonómicos, como en España), no puede ser
disuelto por el gobierno federal (a diferencia del Bundestag,
equivalente al Congreso de los Diputados) y tiene una considerable influencia
sobre el proceso legislativo federal, que incluye el derecho de veto sobre las
leyes federales relativas a competencias concurrentes de los Länder.
Esta influencia, que confiere un notable poder al conjunto de los Länder y facilita su integración en la
política común federal, tiene su necesario contrapeso en la llamada “cláusula
de prevalencia” federal, que establece la prioridad del Derecho federal sobre
el Derecho estatal (“Bundesrecht bricht Landesrecht”, artº. 31 de la
Constitución federal) en los ámbitos “concurrentes” en los que tanto la
Federación como los Estados tienen capacidad legislativa. Conjuntamente, ambos
elementos forman un interesante mecanismo de innovación y flexibilidad
legislativa, a través de la cual las Administraciones más cercanas a los
ciudadanos –los Länder-- pueden tomar iniciativas legislativas sin
esperar a la Federación, sin perjuicio de la capacidad de ésta para unificar
criterios cuando lo estime oportuno.
Desde luego, la integración entre los
niveles de decisión nacional y autonómica en España podría beneficiarse de
mecanismos del estilo de los descritos(3). Pero éstos requieren que los
distintos agentes implicados (gobiernos autonómicos y nacionales) hagan gala de
la llamada “lealtad federal” (Bundestreue). Lealtad entre ellos y hacia
el conjunto del sistema institucional del que unos y otros forman parte, de
forma que las cuantiosas atribuciones de las entidades federadas no se empleen
para debilitar a la Federación ni para boicotear la acción federal. Pese a su
distinto origen histórico y sus notables diferencias en el grado de
descentralización, en el papel de las entidades federadas y en su importancia
en la vida cotidiana de los ciudadanos, el federalismo alemán y el austríaco
comparten la misma exigencia de lealtad federal, sin la cual sus elementos
básicos (el principio de administración federal indirecta en Austria y
Alemania, la colegislación entre Länder y Bund en Alemania)
corren el riesgo de bloquearse y de paralizar, en la práctica, el normal
funcionamiento de las instituciones.
Esta lealtad no forma parte del programa
federal, no forma parte del contenido del “federalismo”, como parecía sugerir
Rubalcaba en su alocución en la Conferencia Política. Más bien, es una
condición previa de la vida política
para que el federalismo, cualquier federalismo, sea posible, sea viable y sea
sostenible. Incluso haciendo abstracción de la notable confusión terminológica
y programática en la que se mueve el nuevo “federalismo” del PSOE, es aquí
donde reside quizá su eslabón más débil: esta “lealtad federal” brilla por su
ausencia en España. Es inútil, desde luego, buscarla en los partidos
explícitamente nacionalistas, cuya razón de ser es precisamente hacer añicos
los vínculos comunes. Pero también cuesta encontrarla, y esto es más grave, en
las dos grandes fuerzas políticas de vocación nacional en España, que no han
dudado en utilizar su poder autonómico para sabotear o distorsionar, hasta
donde les ha sido posible, la acción ejecutiva y legislativa gubernamental del
partido contrario; así como para disimular sus propias responsabilidades de
gestión. Una utilización espuria que no es ajena, probablemente, a la degradación
del sistema autonómico –al fin y al cabo, y pese a la engañosa retórica
socialista, equiparable y más avanzado en muchos aspectos que regímenes
explícitamente federales--, ni a la creciente insatisfacción popular con su
funcionamiento.
No deja de ser llamativo, por otro lado,
que Pérez Rubalcaba aludiera, en sus dos únicos ejemplos “reales” de
federalismo, a dos países en los que la estructura federal fue impuesta (o
inducida) desde el exterior, más concretamente por las potencias aliadas que, tras
la Segunda Guerra Mundial, ocuparon los territorios del antiguo Reich
(Austria incluida, Anschluss mediante) y tutelaron muy de cerca
su reconstrucción institucional(4), con el objeto de evitar nuevas
confrontaciones bélicas; el diseño de entonces se ha mantenido hasta la fecha,
con una estabilidad remarcable. Es llamativo, porque existen en el mundo
numerosos casos de países que han optado libremente, y sin injerencias
extranjeras, por el federalismo como fórmula para conjugar unidad y pluralidad
(y no solo para neutralizar tentaciones de hegemonía, como en los casos
germánicos), y que podrían ser más útiles para vislumbrar qué clase de
federalismo quieren los socialistas que España abrace.
E pluribus unum: el federalismo
estadounidense
Constitución de Estados Unidos de América
El ejemplo más clásico, que inaugura el
federalismo moderno, parte de los Estados Unidos de América, la primera y más
longeva república federal del mundo, fundada en 1776 bajo el inequívoco lema E pluribus unum (“De muchos, uno”).
Los Estados Unidos se fundaron como una
confederación de Estados independientes --las antiguas trece colonias
británicas--, ligados por vínculos e instituciones “perpetuas” pero débiles.
Así lo establecían los “Artículos de Confederación y Unión Perpetua” (Articles
of Confederation and Perpetual Union, primera norma suprema de que se
dotaron los delegados de los trece Estados) de 1781, según los cuales los
Estados retenían para sí toda la capacidad ejecutiva y atribuciones clásicas de
soberanía como la potestad de imponer tasas, recaudar impuestos o hacer
justicia. En la práctica, todas estas restricciones confederales dificultaban
la acción común y el desarrollo de una defensa y una acción exterior coherente,
como quedaría de manifiesto en los años posteriores.
Aunque la estructura original de la Unión no era federal, su
ambición sí lo era: la de ‘federar’, en su sentido más propio, a las trece
colonias de la Costa Este; la de convertir a sus distintas poblaciones colonas,
provenientes a su vez de distintos países europeos, en un solo sujeto político,
en el que las diferencias geográficas, lingüísticas, religiosas o de origen
nacional no impidieran decidir juntos. En
1787, tras constatar las dificultades e insuficiencias del confederalismo para
avanzar en esta dirección, la Gran Convención de Filadelfia debatió y aprobó
una nueva Constitución federal, que todavía hoy sigue vigente y que proclama
desde sus primeras palabras el nacimiento de un nuevo sujeto político,
resultante de la federación: We, the
people of the United States (“Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos”).
Con el paso del tiempo, ese “nosotros”,
originalmente restringido a los colonos de origen europeo, se ha ido
expandiendo lenta y progresivamente, al extenderse las libertades y los
derechos civiles y políticos reconocidos en la Constitución a los sectores olvidados
de la población estadounidense: indígenas americanos, mujeres,
afroamericanos. No fue hasta las elecciones de 2008 que resultó factible la
elección de una mujer y de un afroamericano a la Presidencia del país. Entre
tanto, el federalismo americano se ha ido consolidando en un equilibrio
complejo y dinámico que no ha estado exento de fuertes tensiones ni graves
enfrentamientos, algunos de los cuales están precisamente ligados al avance del
movimiento de derechos civiles y la lucha contra las discriminaciones. Entre
los más relevantes históricamente, que ilustran la utilidad de un nivel federal
de decisión para la protección de “minorías” localmente discriminadas, no ha
faltado ni la secesión armada (la guerra civil norteamericana entre 1861 y
1865, provocada por la negativa de los Estados secesionistas a reconocer la
victoria de Abraham Lincoln, partidario de abolir la esclavitud, en las
elecciones presidenciales de 1861), ni la insubordinación estatal a una sentencia
federal (en 1957, el gobierno federal tuvo que recurrir al Ejército en Little
Rock para hacer cumplir la sentencia de la Corte Suprema Brown v. Board of
Education, que ordenaba el fin de la segregación escolar entre blancos y
negros, contra la pretensión del gobierno estatal de Arkansas de mantenerla),
ni, tampoco, las amenazas de secesión por razones fiscales (la más reciente,
del Estado de Tejas en 2012).
La larga trayectoria histórica de la
experiencia federal estadounidense, y su evolución a lo largo de ésta, ha
dotado al federalismo estadounidense de una gran flexibilidad a la hora de
regular de forma sostenible el tipo de relaciones que en una federación
mantiene una parte con el todo. En la sentencia del caso Texas v. White
(1869, 74 US 700), en que se planteaba el estatus legal de un Estado (en este
caso, Tejas) escindido unilateralmente del resto de la Unión, la Corte Suprema
norteamericana describía el proyecto estadounidense como una “Unión
indestructible compuesta de Estados indestructibles” (an indestructible
Union composed of indestructible States), una formulación que se ha hecho
célebre por su brevedad y concisión. Y un poco más adelante, definía la
jurisprudencia constitucional vigente sobre la secesión unilateral de un
territorio parte de la Unión: “La unión entre Tejas y los demás Estados es
completa y tan perpetua e indisoluble como la de los Estados originales [los
trece firmantes de los Artículos de Confederación de 1781]. No hay lugar para
la reconsideración o la revocación si no es mediante una revolución o con el
acuerdo de los Estados”. Y seguía valorando la declaración unilateral de
secesión de Tejas (1861), en términos que no dejan lugar a dudas: “De acuerdo
con la Constitución, la ordenanza de secesión adoptada por la convención [de
Tejas] y ratificada por la mayoría de los ciudadanos de Tejas, así como todos
los actos legislativos orientados a hacer efectiva esa ordenanza, son
completamente nulos. Carecen de eficacia jurídica. Las obligaciones del Estado,
en tanto que miembro de la Unión; y de los ciudadanos del Estado, en tanto que
ciudadanos de los Estados Unidos, permanecen íntegras e inalteradas...”.
Más allá de sus circunstancias
históricas, esta sentencia y la jurisprudencia en la que se inscribe resultan
de interés porque ofrecen un modelo práctico y coherente del Estado federal,
que ha demostrado sobre el terreno su capacidad para combinar
satisfactoriamente, incluso en presencia el desafío más extremo –en este caso,
la secesión unilateral--, los principios de unidad y diversidad, de democracia
e imperio de la ley, de permanencia y flexibilidad. Es de destacar que esta
secesión vino en su momento respaldada, tal y como reconoce sin ambages la
sentencia, por una votación popular, pero sólo en el territorio escindido, y
bajo un gobierno estatal fuera de la ley constitucional. Esta circunstancia,
lejos de hacer de la secesión un ejercicio democrático, lo convierte, además de
en ilegal y contrario a la Constitución federal (por tanto, contrario a una
voluntad democrática previa, más amplia –entre más-- y superior –en tanto que
norma suprema--), en un atropello de los derechos democráticos del resto de la
Unión (lo que la sentencia denomina “el acuerdo de los Estados”) que no es
aceptable en nombre del “autogobierno”, en tanto que afecta al vínculo federal
mismo, y por tanto a todos los demás. En efecto, que sólo algunos voten y
pretendan decidir sobre los derechos políticos de todos (ligados a la
existencia de la Unión) equivale a aceptar, por ejemplo, que los blancos
decidieran votar, en nombre de un supuesto “autogobierno blanco”, si los negros
tienen o no derecho a votar con ellos (o viceversa): una votación así
constituiría un ataque frontal contra las libertades constitucionales que
ningún gobierno federal y democrático dudaría en combatir.
La lógica federal
Frontispicio del Reichtag, Berlín
La noción de “Unión indestructible de
Estados indestructibles”, que no es privativa de los Estados Unidos y que
también comparten los regímenes federales de Alemania y Austria (así como el
sistema autonómico español), es probablemente el elemento que mejor define la
originalidad federal. Esta convivencia de la entidad federal y las entidades
federadas en el seno del mismo cuerpo político diferencia al federalismo de otros modelos políticos, tanto del mero
Estado unitario (una Unión política que puede estar formada por regiones con
más o menos capacidades –como es el caso de Francia--, pero “destructibles”,
cuyos poderes están subordinados, en última instancia, al poder central), como
de la simple confederación o liga de países (una Unión “destructible” desde el
momento en que cada país es libre de abandonarla unilateralmente).
¿Dónde reside la razón de la igual
“indestructibilidad” de unas y otras, de instituciones federales y entidades
federadas? La unión federal (en el sentido de indestructible) de varias
comunidades democráticas permite engendrar una democracia más extensa y, en
principio, de mayor calidad. En primer lugar, porque una democracia entre
más es una democracia mejor, donde las mejores opciones tienen más
oportunidades para ser expresadas y donde las políticas tienen más recorrido
para ser mejoradas mediante una deliberación más extensa. Pero además, es una
democracia más efectiva, porque la comunidad política es más relevante y tiene,
por tanto, más medios para hacer respetar las decisiones que se toman en su
seno. En la época de los debates constitucionales estadounidenses, los
federalistas traducían esto en una mayor capacidad de interlocución frente a
las potencias extranjeras. En la época de la globalización, se trata también –y
cada vez más-- de contar con tamaño suficiente para hacer respetar la voluntad
democrática (y sus diferentes derivaciones: derechos sociales de los
trabajadores, condiciones de producción, libertades de los consumidores,
estándares medioambientales, políticas redistributivas) ante los poderes que no
dependen de ella, en particular los poderes económicos y corporativos globales.
Pero ambas ventajas –calidad y eficacia-- están sujetas a la irreversibilidad
de la federación, que es la condición para la existencia de una democracia en
sentido propio. Esto es, en la que la participación de todos en la construcción
de la voluntad democrática sea inseparable del compromiso de respetar ésta una
vez ha tomado forma, sin desentenderse de ella cuando no coincide con las
preferencias propias. No hay democracia posible cuando el que queda en minoría
se siente legitimado para levantarse de la mesa y “decidir” por su cuenta lo
que estime más oportuno.
Desde una perspectiva federal, las
entidades federadas deben ser igualmente preservadas. No porque encarnen, como
se razona en ocasiones en España, una “identidad colectiva” ligada a un
territorio, a una cultura, a una historia o a unos “paisajes moldeados”, por
emplear la retórica preambular del Estatuto de Autonomía catalán de 2006; sino
porque su presencia constituye un contrapeso democrático que resulta básico en
una estructura federal. Buena parte de las fronteras interestatales de Estados
Unidos son líneas rectas que podrían estar un poco más acá o un poco más allá
sin que ello alterara la posición constitucional de los Estados; en Alemania se
ha debatido la conveniencia de fusionar algunos Länder, sin que tal
iniciativa suponga erosión alguna del federalismo. Lo que da sentido a la
existencia política de una entidad federada no es ni su perímetro, ni la
“identidad” de lo que queda confinado en éste; sino su capacidad para
preservar, fortalecer y expandir las libertades y la pluralidad de los
ciudadanos a los que agrupa. Protegiéndola, en particular, de la amenaza que
supone la concentración del poder en un solo centro.
Se trata, por supuesto, de un argumento
recíproco, que legitima a las entidades federadas frente a las federales y a
las federales frente a las federadas, porque reposa en el equilibrio entre
ambas. El hecho de que en cada parte del territorio existan varios poderes
públicos, igualmente democráticos, igualmente responsables ante los ciudadanos,
sin capacidad para expulsarse mutuamente y autónomos (que no independientes)
entre sí, es la garantía federal de los derechos y las libertades de cada
ciudadano. No hay, por tanto, lugar para “Estados residuales” en el federalismo
de los casos examinados; éste no es una cartografía de las diferencias ni un
reparto de esferas de influencia exclusiva, sino un mecanismo para la
dispersión del poder en distintos niveles proteja la diversidad social y las
libertades públicas, en el interior del conjunto federal y en cada una de las
entidades federadas.
Podría aducirse que la caracterización
precedente no es aplicable a todos los regímenes que se consideran a sí mismos
“federales”. Y es verdad. Sin salir de la Unión Europea, Bélgica ofrece un
notorio contraejemplo. Estado de fundación relativamente reciente (en 1830), el
plat pays se organizó de manera unitaria hasta los años setenta. Desde
entonces, bajo la presión (sobre todo) del nacionalismo lingüístico e
identitario flamenco, y ante un desinterés y una atonía ciudadana crecientes,
Bélgica ha sufrido un rápido proceso de “federalización” que se ha concretado,
hasta la fecha, en seis oleadas de reformas constitucionales (réformes de
l'État) que se suceden a cada vez mayor velocidad: apenas aprobada la 6ª
reforma, y sin que haya habido tiempo material para ponerla en práctica, ya
está sobre la mesa la 7ª, de carácter confederal. A día de hoy, esta dinámica
de federalización ha generado una compleja y frágil maraña institucional,
apenas comprensible para los propios habitantes y con graves problemas de
gobernabilidad(4), en la que conviven y se superponen, para un total de 11
millones de habitantes, tres o cuatro niveles administrativos (federal,
regional y/o comunitario, local), con tres comunidades (francófona, flamenca y
germanófona) y tres regiones (Flandes, Valonia y Bruselas), definidas unas y
otras en base a criterios identitarios (lingüísticos); todas ellas dotadas de
instituciones propias (gobiernos y parlamentos) y de competencias que se
incrementan, a expensas de las instituciones federales, en cada nueva reforma.
El proceso sufrido por el Estado y la
sociedad belga es, en buena medida, el reverso del experimentado por los
Estados Unidos y una buena muestra de en qué pueden derivar las técnicas
federales cuando se emplean con propósitos identitarios y no de profundización
en la calidad cívica y democrática. Si al otro lado del Atlántico la
multiplicidad de Estados independientes dio enseguida lugar a la Confederación
y ésta, una vez demostrada su inestabilidad y sus disfunciones, a la “Unión más
perfecta” que consagra la Constitución federal, cuyo núcleo permanece estable
desde hace más de dos siglos; en Bélgica se ha transitado en sentido contrario.
Lejos de favorecer una integración más satisfactoria de las distintas
identidades lingüísticas y culturales en el mismo cuerpo político, la federalización
belga ha potenciado el nacionalismo flamenco y ha contribuido a agravar aún más
el distanciamiento y los conflictos identitarios entre flamencos y francófonos,
que han vivido a lo largo de los últimos treinta años la ruptura de la práctica
totalidad de los espacios compartidos por ambas comunidades en el ámbito
social, político o académico: hoy no quedan en Bélgica ni partidos de ámbito
nacional, ni medios de comunicación realmente nacionales, ni siquiera
universidades mixtas. En este sentido, la federalización belga está teniendo un
efecto centrífugo que facilita el objetivo declarado del nacionalismo flamenco,
principal fuerza motriz de la descentralización, y que no es otro que la
“evaporación” gradual de Bélgica (verdamping, en neerlandés) y su disolución
en beneficio de las actuales regiones federadas, identitaria, lingüística y
culturalmente homogéneas.
En la pintada: "Lovaina flamenca-Fuera los valones [belgas francófonos]"
Conclusiones
Resulta, desde luego, problemático que
un mismo término tenga significados tan diversos, en ocasiones abiertamente
contrapuestos. El federalismo puede ser un concepto impreciso, pero no sirve
para cualquier cosa. No puede servir, por ejemplo, como comodín de última hora
con el que salir del paso de la grave crisis política, social e institucional
lanzada por el nacionalismo catalán. Tampoco puede ser un cajón de sastre en el
que ocultar las desavenencias internas de un partido, o de unos partidos, que
parecen haber perdido la capacidad de definir un horizonte nacional de progreso
en el momento en el que éste es más necesario que nunca. Y tampoco debería
convertirse en una vía intermedia, tercera o cuarta, entre el Estado
constitucional vigente y la nítida voluntad de ruptura social e institucional,
tanto de Cataluña como del conjunto de España, que anima el proyecto
secesionista.
Precisamente por la flexibilidad del
término, su mera invocación no es suficiente para clarificar el proyecto
político de los socialistas españoles. No se trata de enumerar competencias ni
de precisar el reparto de los recursos públicos, por más importancia que puedan
tener estos elementos en cualquier sistema federal. Se trata de una
clarificación más elemental y previa: la de definir el núcleo del modelo de
articulación política entre lo común y lo específico, entre lo federal y lo
federado; de caracterizar el ideal de ciudadanía, de sociedad y de democracia
que subyace a la propuesta federal, y que dota de perímetro a las entidades
federadas y de contenido a los vínculos federales.
La deliberada confusión de los partidos
socialistas en este terreno no es sólo achacable a la polisemia terminológica,
no es disculpable por la necesidad de consensuar cualquier reforma
constitucional con otras fuerzas políticas y no es aceptable en un momento como
el actual, en el que la acción política debería ir marcada, quizá más que en
otras ocasiones, por el imperativo de claridad. La ambición cívica, de
profundización democrática, federal en su sentido más propio, que parece
abanderar el PSOE cuando su secretario general menciona Alemania y hacia
Austria como modelos a seguir, se ve desmentida por la práctica cotidiana del
otro partido socialista, el PSC (PSC-PSOE). Éste aparece, incluso tras el
aireado (y relativo) desmarque del núcleo duro soberanista de CiU y ERC,
comprometido con un federalismo identitario à la belge que privilegia el
blindaje comunitario y la homogeneización cultural sobre los vínculos
federales, la eficacia institucional y la defensa de la pluralidad social, que
apuesta por un “derecho a decidir” solos, de inequívoca resonancia confederal,
frente al (y, lo más relevante, contra el) impulso propiamente federal de
decidir juntos y decidir todos.
Ambas opciones –el federalismo
cívico-democrático de Alemania, Austria o Estados Unidos y el federalismo
identitario belga-- son, desde luego, democráticamente defendibles, pero
responden a prioridades distintas y
dibujan países sustancialmente diferentes. La indefinición y el equívoco
permanentes entre una y otra puede salvar, momentáneamente, la apariencia de
normalidad entre PSC y PSOE, pero a medio plazo desacredita (más) a los
socialistas, despoja de cualquier densidad a su propuesta federal para España y
la equipara a cualquier otro de los eslóganes efectistas que aparecen y
desaparecen en el debate político, sin dejar más huella que una efímera gloria
mediática. Todo ello, para frustración de una ciudadanía que observa cómo las
crisis y las amenazas, los riesgos y los peligros para la convivencia siguen
ahí, inalterados, como el dinousario del cuento de Monterroso.
Juan Antonio Cordero
Referencias
[1] Manuel Alcántara (Ed.): Sistemas
políticos de la Unión Europea. Tirant lo Blanc.
Valencia: 2000.
[2] Alain
Delcamp, John Loughlin (dir.): La décentralisation dans les États de l'Union
européenne. La
Documentation française. París: 2002.
[3] Roberto L. Blanco Valdés: Los
rostros del federalismo. Alianza
Editorial. Madrid: 2012.
[4] Alexander Hamilton, James Madison, John Jay: The Federalist. (Edited
by J. R. Pole). Hackett
Publishing. Cambridge, MA: 2005 (1788).
Notas
(1)
No siempre de forma justificada. En el ámbito fiscal, por ejemplo, el “modelo
alemán” ha sido invocado para apuntalar las reclamaciones nacionalistas para
“limitar el déficit fiscal” territorial y regionalizar la recaudación de
impuestos, actualmente centralizada en la Agencia Tributaria. Sin embargo, la
recaudación de impuestos en Alemania corresponde casi íntegramente a la agencia
federal de impuestos (Finanzamt, equivalente a la AEAT) y, contra lo que
se afirma, ni la Constitución ni el Tribunal Constitucional alemán han
establecido nunca un “techo” fijo a la solidaridad interterritorial. Lo que no
es óbice para que el reparto de los recursos públicos entre los distintos
niveles (federal y estatal) y entre los distintos Estados esté, como lo está en
España y en cualquier sistema federal, sujeto de profundas controversias,
conflictos recurrentes y ajustes periódicos, ninguno de ellos definitivo.
(2) En particular, la
necesidad de reformar el Senado para desligarlo del Congreso y dotarlo de mayor
capacidad de interlocución inter-autonómica es conocida y defendida desde hace
años. En 2003, el PSOE ya proponía una reforma en este sentido; en su informe
de 2006, el Consejo de Estado ya aconsejaba, entre otras medidas de reforma
constitucional, reformar la Carta Magna para convertir la Cámara Alta en una
verdadera “Cámara de representación territorial”. Pero en aquel momento, el
gobierno (socialista) renunció a aquellas reformas de la Constitución,
relativamente menores (en algunos casos, meramente técnicas), por estimar que
no existía el consenso requerido para llevarlas a cabo. No está claro cómo
pretende el PSOE, siete años después, llevar a buen término una reforma
constitucional mucho más ambiciosa que entonces (y sobre el que el acuerdo de
las demás fuerzas políticas es significativamente menor), en un contexto político
mucho más polarizado.
(3) En Alemania, el
federalismo fue una de exigencias explícitas de los aliados occidentales
(Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña) para permitir la creación de la
República Federal de Alemania (antigua Alemania occidental). Estas exigencias
aliadas se detallaron en los llamados Documentos de Frankfurt que
sirvieron de base para la elaboración de la Ley Fundamental (Grundgesetz),
proclamada y ratificada por los aliados en 1949 en Alemania occidental y
vigente desde 1990, con modificaciones menores, en la Alemania reunificada. En
Austria, las potencias aliadas ocupantes impusieron la forma republicana de
gobierno y la neutralidad militar, e hicieron restablecer la antigua
Constitución federal (Bundesverfassunsgesetz) de 1920.
(4) Las restricciones
lingüísticas y comunitarias, y la propia complicación de la estructura federal
belga, dificultan notablemente el funcionamiento de las instituciones. Tras las
elecciones legislativas de 2010, por ejemplo, fue imposible acordar un programa
y un equipo de gobierno federal, y Bélgica permaneció sin gobierno durante más
de año y medio. No fue hasta diciembre de 2011 que el Parlamento consiguió
elegir un nuevo gabinete, presidido por el socialista francófono Elio di Rupo y
apoyado por una compleja coalición hexapartita integrada por liberales,
democristianos y socialistas, flamencos y francófonos.