jueves, 18 de diciembre de 2014

Mayorías de plastilina para una secesión

Javier Soria

1. La cuestión de las mayorías

Después de la conferencia de Artur Mas y su pretendida hoja de ruta, son ya varios los analistas que se han fijado en la cuestión de la mayoría requerida para culminar su pretendido plan secesionista, como Víctor Lapuente, Rafael Arenas, Jordi Carrillo, Carles Pastor o Francisco Morente.

Se trata del típico asunto que el secesionismo evita afrontar en profundidad y posterga para un dudoso futuro, mientras distrae la atención con elecciones plebiscitarias y listas únicas. Conocemos los mágicos beneficios de la secesión en todas sus vertientes, con toneladas de artículos, libros y documentación diversa para avalarla. Sin embargo, cuando se trata de definir un supuesto referéndum, sus bases y las mayorías legitimadoras para una hipotética independencia, esta información resulta escasa. Tanto hablar de referéndum y del deseo de votar, pero la cortedad argumental es palmaria, hasta el punto de que es un tema que uno  diría que casi ni se plantea.

Hagan una prueba: pregunten sobre las ventajas económicas de la independencia y pregunten por la mayoría necesaria para declarar la independencia. Mientras que tratarán de arrollarnos con respuestas a la primera pregunta, en cambio con la segunda las vacilaciones serán evidentes: ¿una mayoría excepcional?, ¿una mayoría clara?, ¿mayoría absoluta en el Parlamento?, ¿mayoría simple de los votantes de un hipotético referéndum?, ¿mayoría reforzada?, ¿mayoría absoluta del censo electoral? Muchos interrogantes y pocas respuestas para una cuestión fundamental.

Por este motivo, entre otros, uno piensa que la confianza en la existencia de una mayoría social, término usado por el secesionismo, es poca y se prefiere rebajar al máximo los requisitos exigibles para alcanzar una hipotética independencia. En este artículo se comentará el tránsito desde la amplia mayoría social con la que se dice contar hasta la disminución rampante del peso de las mayorías que se exigiría para una declaración de independencia, todo ello de forma abiertamente contradictoria con los mensajes lanzados en los últimos años.

2. El cambiante concepto de la mayoría.

Efectivamente, y a raíz de la conferencia de Artur Mas, se abre paso un discurso, y sus correspondientes cábalas, conforme al cual únicamente sería precisa la mayoría absoluta, sesenta y ocho, de los Diputados del Parlamento de Cataluña para iniciar el camino hacia la definitiva independencia.

Da lo mismo, según se deduce de estas tesis, que el peso de cada voto sea distinto según la provincia de que se trate, rompiendo por completo la igualdad entre votantes y el clásico principio de una persona, un voto, o que el mismo Estatuto de Cataluña requiera dos tercios de los votos parlamentarios para su reforma.

Si recordamos, en el año 2012 Artur Mas pedía una «mayoría excepcional». En 2013, la  Declaración de soberanía del Parlamento de Cataluña perseguía que el pronunciamiento resultante del ejercicio del inexistente derecho a decidir fuera «la expresión mayoritaria de la voluntad popular». Antes ya he mencionado concepto de «amplia mayoría social», usado por la influyente ANC, por no mencionar las constantes apelaciones al pueblo de Cataluña. Esto configura un conjunto en que un observador objetivo afirmaría que, como mínimo, se apela a una mayoría abrumadora de los ciudadanos catalanes con derechos políticos, es decir, de aquellos que tienen más de dieciocho años y que forman el censo electoral. Este es el ambiente con el que llevamos conviviendo en los dos últimos años, dando a entender que el apoyo a la secesión es de una magnitud insuperable. Pues se ve que no es así y por eso han llegado las rebajas con el argumento de la mayoría absoluta parlamentaria.

El secesionismo se ha creado su propia vía de escape, ya que ahora tiene la fuerte sospecha de que no reúne esa amplia mayoría social y ha variado su discurso: considera suficiente una mayoría absoluta en el Parlamento de Cataluña, y si hubiera un referéndum, una mayoría simple de los votos válidos emitidos. La contradicción con el supuesto apoyo que se ha pregonado hasta la fecha es indiscutible.

Son pocos los documentos de un cierto alcance nivel jurídico y político que han analizado la cuestión, si lo comparamos con los que argumentan las hipotéticas ventajas económicas de la secesión. Esto ya nos tendría que poner en alerta, porque demuestra, como apuntaba al principio, poco interés en aclarar los términos de debate sobre una materia que sería, nada más y nada menos, fundamental para determinar si existe o no la voluntad de secesión. Es evidente que cuanto menos se hable del tema y menos se concrete, con más facilidad se pueden difundir mensajes. Si no dices qué entiendes por amplia mayoría social, el día que tengas que usarlo -si es que se llega a ese punto- podrás mantener lo que quieras.


3. El secesionismo y la mayoría... simple.

En la vertiente jurídica y política, con el primer informe del CATN en julio de 2013 empezaron las rebajas y se consideró que, en caso de referéndum, no eran exigibles ni mínimos de participación, ni una mayoría reforzada, de modo que con la mayoría simple de los votos emitidos sería suficiente para estimar como ganadora la opción de la independencia. O sea, que las mayorías excepcionales, mayorías sociales y la voluntad de todo un pueblo se limitan a la mayoría simple. La justificación básica consiste en argumentar que con la exigencia de mayorías reforzadas se crea una asimetría, ya que se le impondría un mayor esfuerzo al SÍ. Por lo visto, el hecho de que el triunfo del SÍ sea irreversible -mientras que en caso de victoria del NO, siempre se puede volver a solicitar otro referéndum indefinidamente- no es asimétrico. Es cierto que la base de la opinión del CATN se fundamentaba en los criterios del Código de Buenas Prácticas de la Comisión de Venecia. Ahora bien, ¿este concreto criterio sería aplicable para un referéndum de secesión? A mí me parece que no necesariamente, más que nada porque un referéndum de secesión carece de comparación posible con decisiones llamémoslas ordinarias (como el ingreso en la OTAN), aunque resulten de especial trascendencia. Nada menos que la decisión de romper un Estado. Obviamente, todo es discutible y opinable, aunque lo que me interesa es constatar que cuando se traslada la «amplia mayoría social» a quórums de votación y verificación de apoyos, el criterio se relaja enormemente. Se dice una cosa y se quiere hacer otra.

Concretamente, y sobre la formación del Parlamento, el CATN analizaba la cuestión en el apartado de las elecciones plebiscitarias y la eventual declaración unilateral de independencia. En resumen, se indica que en función de los resultados electorales se podría llevar a cabo esa declaración con mayoría simple o el de la mayoría absoluta, según los criterios expuestos para el referéndum. Como se ha explicado, en caso de referéndum se considera suficiente la mayoría simple, así que esta línea consideraría posible una declaración unilateral de independencia pese a que el apoyo real a la misma fuera bastante inferior al de la ya consabida amplia mayoría social.

También defienden la mayoría simple Carles Boix (miembro del CATN), o Joan Ridao en su libro «El derecho a decidir», quien incluso señala que en caso de elecciones plebiscitarias el correspondiente pronunciamiento sobre la independencia podría ser acordado, también, por mayoría simple.

Estas posturas son legítimas, pero discordantes con el relato construido de la amplia mayoría social. ¿Acaso provoca vértigo demostrar que se cuenta con el apoyo, por ejemplo, de la mitad más uno de todo el censo electoral?


4. ¿Escocia? ¿Quebec?

Ante observaciones como las que formulo, una respuesta habitual es la de recurrir a los ejemplos de Escocia -donde, efectivamente, el criterio fue el de la mayoría simple- o Quebec, frente a lo que cabe oponer varias consideraciones:

La primera y fundamental, que ya sería hora de que el secesionismo fuera capaz de articular una propuesta propia, seria, completa y concreta de su pretendido referéndum y la legitimidad democrática a la que tan a menudo alude. Afronten claramente un aspecto de tanta trascendencia como el apoyo imprescindible, parlamentario, social y electoral, para una secesión. No está de más recordar que ni siquiera el Decreto de convocatoria del 9N incluía criterio alguno de interpretación para determinar qué opción se consideraría ganadora, ni qué porcentaje de voto necesitaría.

La segunda, y ya que resulta inevitable referirse a Escocia y su criterio de mayoría simple, que vale la pena recordar la opinión de Jean Chrétien, Primer Ministro canadiense en 1995, quien manifestó sobre el referéndum de Escocia que la regla de la mayoría simple establecía un camino «demasiado fácil». Por eso es exigible al secesionismo que se defina y que se someta a la sana crítica, algo con lo que no suele mezclar bien.

La tercera, y por acabar con Quebec, también sabemos que el Tribunal Supremo de Canadá dictaminó que la voluntad de secesión requería ser verificada por una «mayoría clara», concepto posteriormente reflejado en la Ley de Claridad, dejándose su cuantificación a aquello que políticamente se determinara. ¿Qué entiende el independentismo por mayoría clara? ¿Asume ese concepto o no? Contamos por años el monotema de la secesión y todavía no se ha fijado una postura más allá de pronunciamientos individuales.



5. Mayoría absoluta del censo electoral, mayorías reforzadas y un baño de realismo.

Uno de los criterios posibles en un hipotético referéndum, del mismo modo que pueden existir otros fijados tras el pertinente debate, es el de la mayoría absoluta del censo electoral, opción que ha sido formulada por especialistas como Joaquín Tornos Mas¿Existe el derecho a decidir?», p.334) o José María Ruiz Soroa. No creo que fuera demasiado difícil encontrar a otros expertos dispuestos a considerar, ante un indeseable referéndum, que la exigencia de la mayoría del censo electoral es un punto de partida razonable a partir del cual fijar el requisito definitivo. Tan opinable como se quiera, aunque incontestable de raíz: si se trata de aplicar el principio democrático y de verificar la voluntad del pueblo, dos conceptos alegados, nada más indiscutible que la mitad más uno del censo electoral.

Como podría afirmarse que los anteriores dos autores se han mostrado proclives a una solución federal o, de una forma u otra, hasta en contra de la secesión, recurriré a juristas  significados activamente a favor de la secesión, con la particularidad de que sus escritos no se hallan condicionados por la inminencia de un referéndum.

Alfons López Tena abogaba en un artículo del año 2010 por una mayoría social, política y electoral, que llegaba a concretar en una mayoría del censo electoral. Por su parte, Hèctor López Bofill, en un artículo doctrinal también de 2010 -en que el referéndum escocés ni siquiera se vislumbraba- aludía al hecho de que los «estándares internacionales» para el caso de la secesión apuntaban a la exigencia de criterios reforzados que, en el caso de suscitarse para Cataluña, probablemente le serían exigidos. Lo que demuestran estos artículos -y al margen del transcurso de 4 años desde su elaboración, en que puede haber variado la postura de sus autores- es que cuando las propuestas o los análisis se realizan desde perspectivas coherentes, los resultados también lo son. Y que cuando no se buscan atajos o fórmulas para escapar a la propia retórica, se reconoce como lo más plausible para una secesión establecer criterios que aseguren la estabilidad de una decisión de tamaña envergadura.

Como estas opiniones pueden ser tachadas de antiguas y pueden haber sufrido variaciones o matizaciones, aún citaré dos más que, de una forma u otra, abundan en líneas parecidas, con carácter más reciente:

Dolors Feliu, jurista reconocida y Abogada de la Generalitat, en su libro «Manual per la independència» (p.238) reconoce que una declaración unilateral de independencia con el soporte de 74 diputados (la actual suma de CiU, ERC y CUP), o con una diferencia de 100.000 votos entre partidos favorables y contrarios a la independencia, no contaría con garantías suficientes de ser reconocida internacionalmente. Admite, pues, que la vía de unas elecciones de carácter plebiscitario requeriría un apoyo incontestable, muy distinto al que últimamente se propugna. En términos literales, dice (p.170): “Cataluña tiene que convencer a los Estados miembros de la Unión Europea, y al resto del mundo, de que la población catalana se ha expresado claramente, legítimamente y muy mayoritariamente en un proceso democrático a favor de la independencia”.

Incluso, apartándonos de la vertiente estrictamente jurídica o técnica, Jaume Barberà, periodista claramente significado por la independencia, quien en su libro «9N 2014» explica que, de las conversaciones mantenidas con diplomáticos y conocedores de la comunidad internacional, él extrae la conclusión de que como mínimo se requeriría una participación del setenta por ciento y un grado de apoyo más cercano al sesenta por ciento que al cincuenta. Incluso él mismo se pregunta si sería aceptable una declaración unilateral de independencia sin el apoyo de dos tercios del Parlamento y, quizás, ni siquiera el cincuenta por ciento de los votos emitidos.

No es que yo vaya a defender ahora que, como estas personas han teorizado sobre líneas parecidas a aquellas con las que estaría más de acuerdo, deba adoptarse su opinión. Lo que me interesa recalcar es que, cuando nos alejamos de la inmediatez y del tacticismo interesado, resulta mucho más probable encontrar análisis y reflexiones desde el mismo independentismo que admiten lo complejo de la formación de la mayoría necesaria y la determinación de sus lindares.
Justo lo contrario de lo que, nuevamente, se quiere hacer creer.

6. Conclusión.

Si se desea un referéndum de secesión -y aquí prescindo de los variados motivos que se pueden oponer a esa votación- lo primero que uno exige es coherencia y honestidad. El discurso del secesionismo se ha basado hasta fechas recientes en la pretendida existencia de una voluntad muy mayoritaria en la sociedad catalana. Sin embargo, en este artículo se ha visto cómo se ha pasado de una amplia mayoría social a una ajustada mayoría absoluta en el Parlamento, con las enormes diferencias cuantitativas y cualitativas que supone. Asistimos a una nueva manipulación del lenguaje y los conceptos: se mantiene la palabra mágica mayoría, se prescinde de la idea inicial, que implicaba el cumplimiento de unos requisitos exigentes, y se difunde otra en sustitución que tiene unos requerimientos de apoyo muy inferiores.

Cuando se toma algo de distancia con la celeridad del proceso y los resultados concretos que se desean obtener, hasta las tesis de personas favorables a la ruptura -todas las citadas tienen, en mayor o menor grado, una indudable proyección intelectual y pública- conducen a reconocer que, frente a una secesión, los criterios reclamables para declararla son superiores a los de una decisión ordinaria.

Si de lo que se trata es de indagar la voluntad de la amplia mayoría social de los catalanes, ¿no parece lógico que se verifique exigiendo, quizás como mínimo, la mayoría absoluta del censo electoral? ¿O unas mayorías reforzadas? Si de lo que se trata es de aplicar el principio democrático parece normal exigir, en tanto que aplicación de la regla de la mayoría, que ello cristalice en algún tipo de mayoría más o menos indiscutible. Según un viejo principio del Derecho procesal, corresponde la carga de la prueba a quien afirma, no a quien niega. Como parece que quien afirma no está en disposición de probar lo que dice (amplia mayoría social), rebaja los requisitos y pretende que creamos que es lo mismo (mayoría absoluta parlamentaria).

Sorprende, y nótese la ironía, que los campeones de la radicalidad democrática no se definan, o asuman como suficiente un quórum de apoyo que se contradice con todo su discurso de los últimos años. ¿No habíamos quedado en que el camino de la independencia es un sentimiento de todo el pueblo catalán? ¿No existía una voluntad mayoritaria imparable de toda la sociedad? ¿Por qué, entonces, esa rebaja en la exigencia de apoyo del cuerpo electoral?


Se quiere fundar un nuevo Estado y sus mismos promotores están dispuestos a descartar que la mitad más uno de sus ciudadanos presten su consentimiento, aunque al principio parecía que eso era lo que decían. El secesionismo, de manera evidente, construye mayorías modelables como la plastilina según su interés, hasta el punto de que al final resultará más complicado adoptar según qué acuerdos en una comunidad de propietarios que alcanzar una secesión. 

martes, 16 de diciembre de 2014

Barcelona, cocapital de España: dieciséis razones y tres escollos

Ángel Puertas

Muchas son las razones por las que creo, no solo conveniente, sino necesario que Barcelona sea cocapital de España.
La cabeza es el órgano rector del Estado. En ella residen las élites políticas, mediáticas, intelectuales y económicas de un país. Madrid comenzó con mal pie su capitalidad. Sin ser una ciudad menor carecía de los atributos que sus competidoras exhibían. No acogía ni universidad, ni arzobispado, ni linajudos blasones aristocráticos, ni extensa vega, ni el recuerdo de gestas pasadas… Por todo ello, por carecer de poderes eclesiásticos y señoriales que hicieran sombra u ocasionaran trastornos a la autoridad real, fue escogida por Felipe II; el rey laborioso pudo así dedicar su tiempo a las tareas de despacho sin que le inquietaran los enfrentamientos de los poderes locales. Otras ventajas fueron valoradas: población y caserío considerable –en torno a 30.000 almas-, situación geográfica central que permitía la rápida recepción de noticias procedentes de todas las esquinas del reino y de los puertos, recursos forestales para calentar a una gruesa ciudad, calidad y abundancia de las aguas –relevante en una época en la que tantas epidemias eran consecuencia del pésimo abastecimiento-, y riqueza cinegética –interesante para unos reyes aficionados a la caza-.
Sin embargo nació con el sambenito de pueblecito al que le tocó la lotería de convertirse en capital. Durante siglos muchos españoles no han aceptado que una ciudad en mitad de la árida llanura castellana sea la capital.
Siendo España el resultado del enlace de dos reinos lo más prudente hubiera sido crear dos capitales, una en Castilla y otra en Aragón. El decadente cuerpo aragonés tenía por cabeza a Cataluña. Con la unión, ésta pasó a ser un brazo anémico del cuerpo español, cuya cabeza recayó en Castilla. Dura caída para el orgullo local.
En la corona de Castilla (España occidental) se ha tendido históricamente a desconfiar de las inmunidades regionales. Mientras gallegos, castellanos o andaluces debían acudir en socorro de Fuenterrabía o Irún, los vascos no asistían a la defensa de las otras provincias. Mientras los cargos peninsulares y coloniales estaban abiertos para los hijos de las clases medias de toda la corona, los vascos no contribuían en igual medida a la hacienda real. Y semejantes quejas se prodigaban  –durante los Austrias- respecto de la corona de Aragón. En la España occidental el concepto “leyes regionales” equivalía a exenciones que doblaban aún más las cargas que recaían sobre los hombros castellanos. De ahí la secular desconfianza hacia modelos territoriales descentralizados. Y la capital española reside en esa parte occidental de España en la que sus habitantes han mamado el recelo hacia el particularismo.
La capital se asienta en una ciudad insólita: nadie tiene un amigo o un familiar nacionalista; los partidos nacionalistas o regionalistas (Partido Castellano, Izquierda Castellana, Primero Madrid) no alcanzan allí el 1% de los sufragios.. Eso, que en toda Europa es una cualidad, se convierte en una limitación para comprender el fenómeno nacionalista en otras regiones de España. Y de la incomprensión a la torpeza no hay más que un pequeño paso.
            Los hombres pensamos que lo próximo, aquello con lo que estamos familiarizados, no es propio, mientras que lo distante, lo que no conocemos, nos inquieta y nos es ajeno.
            El nacionalismo siempre surge en lugares excéntricos, alejados del poder. En Italia, al norte (la Padania) y al sur (en Sicilia hubo un movimiento secesionista hasta la dictadura de Mussolini).  En Francia, en las esquinas del hexágono (Bretaña, Córcega, País Vasco francés). En Bélgica, en sus polos (Valonia, pero más acentuadamente en Flandes). En el Reino Unido, al norte (Escocia). En Alemania, al sur (Baviera, donde hasta bien entrados los cincuenta un partido separatista obtenía la quinta parte de los votos y hoy no existe la CDU, sino el partido socialcristiano bávaro) ¿Por qué no hay particularismo en las regiones de Roma, París, Londres, Bruselas o Berlín? Porque la capitalidad es su mejor antídoto.
            Pocos son los inconvenientes de que Barcelona sea cocapital de España y muchas sus ventajas. Desgranémoslas. Las hay de índole emotiva, estratégica y conceptual, algunas primordiales y otras secundarias, unas de fondo y otras coyunturales. Vamos por ellas.


1º.- Protagonismo. La capitalidad confiere relevancia a lo que en su seno se cuece y eso, para algunas personas, reporta un timbre de honor, tan inútil pero tan cierto como la alegría que experimentan tantos sujetos cuando un compatriota gana un torneo internacional. El protagonismo de un paisano llena de orgullo a sus vecinos. Con la capitalidad es toda la ciudad la que sube al podio. Esta es una de las razones de la antipatía que suelen suscitar las capitales entre muchos habitantes de ciudades postergadas  (gijoneses contra Oviedo, cartageneros contra Murcia, vigueses contra Pontevedra… y catalanes contra Madrid). La otra es que la capital suele recibir inversiones singulares. La antipatía hacia Madrid-capital desfigura la simpatía por España. Por el peso demográfico, económico y cultural bien podría ser Barcelona cocapital de España, como antaño lo fue de la corona de Aragón.  Ello no se traducirá en ninguna ventaja material para Cataluña, como no lo ha sido la capitalidad de Madrid para Castilla, pero es una muestra de atención hacia lo catalán, es elevarlo al podio.
2º- Incremento de la empatía con el poder central. La presencia de ministros, secretarios de Estado, subsecretarios, etc. en una ciudad implica la creación de una red de contactos en torno suyo. Ello supone un acercamiento de la élite intelectual, política y económica local con la nacional. Si un ministro de Justicia, con despacho en la calle Muntaner, deseara testar la reacción hacia una nueva ley de tasas judiciales, a buen seguro invitaría a comer al decano del colegio de abogados de Barcelona. Las “fuerzas vivas” de la localidad se sentirían próximas e influyentes ante el poder central. Y el roce hace cariño.
3.- Mejor conocimiento por las autoridades estatales de la realidad catalana y la sensibilidad e intenciones nacionalistas. Muchos errores estratégicos y dialécticos del Gobierno central son fruto de la torpeza derivada del desconocimiento directo de las ansias y tácticas del nacionalismo.
4º.- Incremento de la réplica a la propaganda nacionalista. En la política –como en tantas otras profesiones- hay individuos sin escrúpulos. Puesto en circulación un mensaje falso por un político ayuno de valores éticos muchos de sus correligionarios hacen de altavoces de buena fe, por puro mimetismo. Los discursos mendaces de un político de izquierda son rápidamente cuestionados por un contrincante de derechas, y viceversa. Por contra, las falacias del nacionalismo rara vez obtienen una réplica potente de quienes están en mejor posición para replicarlas con datos (los ministros). Los partidos nacionalistas desacreditan al Estado cuyas cabezas rectoras residen a seiscientos kilómetros, y por tanto desconocen los argumentos e, incluso, la existencia de esa denigración. Además muchas de esas manifestaciones se profieren en medios expresados en una lengua que desconocen. ¿Ejemplos? El inexistente tope del 4% en la Constitución alemana a las transferencias fiscales entre länders, la supuesta obligatoriedad emanada de la Disposición Adicional tercera del Estatut a invertir en infraestructuras por el Estado el mismo porcentaje que representa el PIB catalán en el PIB nacional, los 16.000 millones de déficit fiscal y tantas otras distorsiones no encuentran una contestación política desde las máximas instancias. A la postre a muchos catalanes no les queda otro remedio que dar por válido el único discurso que escuchan. Si cinco ministros y todos los portavoces de los grupos parlamentarios del Senado vivieran en Barcelona la cosa cambiaría.
5º.- Mayor apertura de la intelectualidad. La capitalidad es un foco de atracción para creadores, pensadores y artistas de todo género. Un ministerio de cultura en Barcelona, junto con sus institutos nacionales, secretarías y direcciones generales de artes escénicas, cinematografía, archivos, museos, bibliotecas, propiedad intelectual, universidad, etc. arrastraría a infinidad de profesionales del mundo académico y empresarial. Sería un terreno más cosmopolita en el que no tendrían tanto éxito las prédicas nacionalistas. A la palestra intelectual subirían otros temas de debate y no solo los del sector militante del nacionalismo. A la larga una intelectualidad menos apegada a las “esencias” del terruño desplazaría la atención sobre el monotema y pondría en circulación anhelos y preocupaciones comunes a todos los españoles.
6º.- Incremento de la presencia de la prensa de ámbito nacional, prensa que los gobiernos autonómicos no podrían controlar. Pujol no movió un dedo para que las televisiones privadas, creadas a fines de los ochenta, se instalaran en Barcelona… y todas recalaron en Madrid. Un medio de comunicación cuya audiencia y clientela publicitaria es nacional es menos vulnerable a las presiones y añagazas locales, máxime cuando éstas tienen la deliberada intención de controlarlo (Véase al respecto el memorándum de 1990 del gobierno convergente publicado en El País y El Periódico el 28-10-1990). Un alcalde arbitrario puede lastimar de mil maneras a un pequeño comerciante de la ciudad, pero tiene muchas más dificultades de hacerlo con El Corte Inglés. Los medios nacionales instalados en Barcelona, por simple proximidad, tenderían a resaltar noticias catalanas y a criticar al gobierno de la Generalitat (como hacen los medios nacionales ubicados en Madrid respecto al gobierno autonómico madrileño), pero lo harían con una independencia económica de la que los exclusivamente catalanes carecen. Además, en una profesión en la que abunda la precariedad muchos periodistas tendrían una salida profesional cercana y desligada a los medios oficiales o subvencionados por la Generalitat; muchos periodistas que no simpatizan con la ideología dominante no se sentirían en la necesidad de ponerse de perfil ante el discurso del subvencionador de los medios privados  y amo y señor de los públicos.
7º.- Creación de sinergias entre las centrales de los organismos sociales, sindicales o empresariales y su rama catalana. Si los ministerios de Trabajo y de Industria se trasladaran a Barcelona poco después lo harían también las cúpulas sindicales, empresariales y profesionales. Sería más complicado que la sectorial catalana mantuviera un discurso y una práctica contraria a la nacional en temas de interés común.
8º.- Aliento moral a los catalanes que se sienten abandonados por el Estado. Son muchos los que piensan que los partidos de ámbito español se despreocupan de la suerte de los catalanes que repudian el nacionalismo. La cocapitalidad en Barcelona levantaría la moral de millones de catalanes anti-secesionistas.
9º.- Desarticulación de las diatribas contra Madrid como metonimia de un Estado prepotente e ineficaz. “Madrid nos roba”, “hemos de llevar la voz de Cataluña a Madrid”, “Madrid nos va a escuchar”, “no tenemos por qué obedecer a un Tribunal de Madrid”, “la bota de Madrid oprime a Cataluña”… Imaginen que cinco ministerios y el Senado residieran en Barcelona y traten de sustituir en las frases anteriores la palabra “Madrid” por “Barcelona”. Inténtelo. Se desvela en toda su crudeza la irracionalidad de la fobia del nacionalismo contra el Estado y su síntesis, que es Madrid. El odio precisa de una diana sobre la que descargarse. Se puede satanizar lo distante, lo ignorado, pero es mucho más complicado hacerlo contra lo próximo, lo conocido. Podemos satirizar aquello cuya forma solo conocemos de manera imprecisa (la imprecisión facilita la distorsión y la exageración). Manchar el trono es infamar al rey. Si Barcelona fuera cocapital no podrían difamar al Estado sin tocar el prestigio de Barcelona. Los antiguos griegos sostenían que el mejor lugar para esconderse del enemigo era dentro de su propio cerebro.
10º.- Incorporación de la élite política y cultural catalana en la alta Administración del Estado y, por tanto, mayor dificultad para atacarlo. En Madrid existen sagas familiares en las que los hijos son profesor de universidad, subdirector general en un ministerio, gestor en el instituto nacional de arte dramático, responsable de una editorial, técnico en un órgano financiero estatal, etc. Familias como los Maragall, instaladas en los aledaños del poder, las hay en toda España. La diferencia reside que en las capitales de los Estados esos grupos participan en el organigrama del mismo. Si Barcelona fuera cocapital de España varios hijos o sobrinos de los Maragall ocuparían esos cargos en las instituciones estatales. Difícilmente el tío Ernest podría tratar como ajeno un Estado en el que trabaja como subdirector general un sobrino suyo. La imbricación sería tal que esos reducidos, pero influyentes sectores, raramente sentirían las instituciones con las que se codean como ajenas. Y aún más arduo sería que trabajaran para perder o fraccionar su área de influencia.
11º.- Realce de la visión catalana de España. El hombre tiende, por mera pereza o comodidad  mental, a confundir la mayor parte de algo con el todo. Ese fenómeno pasa involuntariamente en la mayor parte de España y deliberadamente –por razones expresamente ideológicas- en Cataluña. “Castilla es España para los historiadores generales. Hablan siempre del pendón castellano, de los leones y las torres, de las glorias y libertades castellanas, y escriben muy satisfechos la historia de Castilla, creyendo escribir la de España. Es un grave error”, protestaba con razón Víctor Balaguer en 1867, creador, por cierto, de muchos de los infumables mitos históricos que llenan de opiáceo humo las cabezas de tantas personas sensatas. Una España en la que Verdaguer, Ramón Llull, Espriu o Pla sean desconocidos en el resto de España es vivida por muchos catalanes como una entidad ajena (e igual nos pasa aquí, que ignoramos la literatura en gallego o eusquera y, al paso que vamos, la castellana). Una España que no realce lo catalán con orgullo es una España coja. Si la cultura o la historia catalana son consideradas fuera de Cataluña como una simple manifestación parcial o singular de lo español, de valor exclusivamente local, si no son reivindicadas por el Estado como broches de las joyas hispánicas, se estará invitando a que el nacionalismo vea en ellas exclusivas exteriorizaciones del ser catalán, desprovistas de su nota de españolidad. Los comuneros de Castilla fueron reivindicados por la historiografía general como adalides de las libertades castellana, pero no ocurrió lo mismo con los austracistas de 1714 (salvo excepcionalmente por Azaña). El no sentirse reconocido fuera, cuando se anhela ese reconocimiento, es una invitación a reafirmarse perennemente hacia dentro y a descargar la inquina hacia el exterior. Tanto ha sido así que mientras el relato de los comuneros está hoy desideologizado en Castilla, el de los austracistas sigue tan enardecido (y distorsionado) como siempre. En un terreno más prosaico, si Televisión Española hace una serie histórica la protagonista es Isabel de Castilla, no Fernando de Aragón.


12º.- Impedimento para construir un mapa con dos realidades políticas separadas por el Ebro. Habitualmente el hombre no elabora pensamientos lógicamente concatenados. Nuestra actividad intelectiva es obra de una sucesión de imágenes, sonidos y sensaciones que impulsan nuestro pensamiento y nuestras emociones. Si pidiéramos a un grupo de personas que pensaran en un centímetro casi todos visualizarían en su imaginación un trocito de la cinta métrica que tienen en casa; pero eso no es un centímetro; un centímetro es la centésima parte de un metro, lo que a su vez es la diezmilésima parte del cuadrante terrestre, que es la distancia entre el polo y el ecuador. En la construcción de nuestras reflexiones acudimos inconscientemente a cientos de imágenes. Si a un nacionalista le pidiéramos que pensara en los conceptos Cataluña y España muy probablemente en su mente emergería un mapa de la Península Ibérica con un Ebro que separa dos realidades: al sur, España con su epicentro y gobierno en Madrid, y al norte, Cataluña con su Generalitat y esencia concentrada en Barcelona. Si Barcelona fuera cocapital de España ¿cómo poner una raya en el Ebro que separe dos realidades que tienen un mismo centro en Barcelona? ¿cómo concebir el pensamiento de que se trata de dos entes separados y enfrentados, cuando se evidencia geográficamente que son concéntricos? Para enfrentarse políticamente primero hay que mentalmente afrontarse, pero con una Barcelona cocapital sería muy dificultoso pensar en una frontera en el Ebro.
13º.- Satisfacción de un sector vagamente catalanista que vería colmada su sed de reconocimiento y protagonismo; soy consciente de que este argumento es secundario, pues el núcleo duro del nacionalismo siempre ha sido secesionista y no pretende convivir sino vencer; la mayor parte del nacionalismo no acepta que se cuestione su programa máximo y trata de imponerlo a los demás ciudadanos, a despecho de los sentimientos, derechos o intereses de los otros catalanes y del resto de españoles. Pero un sector minoritario del nacionalismo se sentiría levemente reconfortado.
14º.- Se arrebataría parcialmente la agenda política al nacionalismo. Cuando solo se habla de los proyectos nacionalistas se hace más necesario que nunca alzar propuestas alternativas que desactiven algunos de los motores del secesionismo. Una vez fuera Barcelona cocapital en el debate catalán las cuestiones de interés nacional se solaparían con las de exclusivo interés autonómico. Por nada del mundo CiU ha querido que las elecciones autonómicas coincidieran con unas municipales o generales, porque les privaría de la atención exclusiva. La cocapitalidad implica reducción del impacto mediático del debate nacionalista sobre las preocupaciones de los catalanes del común.
15º.- Mejor aplicación de las leyes estatales. Un gobernante puede aparentar que desconoce las negligencias o incumplimientos lejanos, puede autojustificar su indolencia o cobardía minimizando la desobediencia del subordinado, pero es muy difícil que haga la vista gorda ante las chapuzas o desacatos realizados ante su cara: su autoridad se resentiría muy gravemente a la vista de todos, su sentido de la dignidad quedaría hondamente lesionado. Un alcalde puede tolerar que se aparque en doble fila en un barrio periférico, pero de ninguna manera que se haga frente a la puerta del ayuntamiento. Es presumible que la cocapitalidad impulsaría al Gobierno central a estar más atento a los desplantes de una Administración local o autonómica que incumpliera la ley de banderas a veinte kilómetros del Senado o las sentencias sobre derechos lingüísticos a tres manzanas del ministerio de Educación, y a dotar de suficientes recursos humanos y materiales a la Delegación del Gobierno para hacer cumplir las leyes o a reformar éstas para garantizar su eficacia.
16º.- Conversión de Barcelona en escaparate internacional de toda España, como ya lo fue en las Olimpiadas del 92. Y tiene percha para tal función. Ello redundaría en beneficio de Barcelona, Cataluña y España.
Esta enumeración está incompleta si no nos referimos a los tres escollos que parcialmente entorpecen el logro de los objetivos señalados.
1º.- El coste económico del traslado de tantos ministerios y el Senado. Si dicho traslado fuera acompañado de la instalación de otras sedes del Estado a otras ciudades el gasto se compensaría, pues todas están sitas en las arterias más céntricas y caras de Madrid. Si el Tribunal Supremo se ubicara en Sevilla, el Banco de España en Valencia, el Tribunal Constitucional en La Coruña, el Consejo de Estado en Oviedo, el Consejo de Seguridad Nuclear en Cáceres, etc. la venta de los edificios madrileños compensaría la adquisición de otras instalaciones en las demás ciudades de España, y muy posiblemente el precio de la mudanza. Por otra parte, la secesión nos resultaría a todos extraordinariamente más onerosa.
2º.- El coste humano. El cambio de ubicación afectaría a miles de funcionarios. Caben dos contrarréplicas basadas en futuribles: primera, el coste humano sería incomensurablemente mayor si el nacionalismo lograra levantar una frontera y -como han anunciado la Cámara de Comercio de Estados Unidos y las asociaciones de empresarios alemanes y austriacos afincados en Cataluña- ello produjera una deslocalización masiva de empresas a otras comunidades, y segunda, es probable que la permuta de inmuebles madrileños por los de otras localidades arroje un beneficio económico que permita compensar al menos temporalmente a los funcionarios trasladados.
3º.- Que los sectores opuestos al nacionalismo interpreten la cocapitalidad como una muestra más de la nefasta estrategia del contentamiento. A la vista está que al nacionalismo, por su propia esencia ideológica y emocional, no se le puede satisfacer, sino solo adelgazar. Y la cocapitalidad reduce su espacio dialéctico, intelectivo, mediático y político. En los años ochenta Unidad Alavesa obtenía el 20% de los votos en dicha provincia. Aspiraba a separarla del País Vasco, y disponer de autonomía uniprovincial como Navarra o La Rioja. El PNV, no por casualidad, instaló la capital del País Vasco en Vitoria y en dos generaciones ha desaparecido el alavesismo. ¿Cómo criticar al “centralismo de Vitoria” desde la propia Álava? ¿Cómo cuestionar el “centralismo de Barcelona” desde Cataluña? Además el PNV cuidó que cada lehendakari procediera de una provincia (Garaikoetxea de Navarra, Ardanza de Guipúzcoa, Ibarretxe de Álava y Urkullu de Vizcaya) y niveló en el parlamento a las tres provincias.
Nada incomoda más al secesionismo que Barcelona sea cocapital de España, y buena muestra de ello son las manifestaciones de displicencia o desprecio que tal hecho les merece. Intuyen que su argumentario se achicaría. Por la misma razón no quisieron entrar nunca en un gobierno de Felipe González o Aznar cuando solo contaban con mayoría relativa. A lo comúnmente español lo quieren lejos para poder enfrentarse a ello. Si se involucraran, si hubiera contacto interno les costaría mucho repudiarlo.
Es mucho más fácil que veinte senadores nacionalistas se marchen de la Plaza de la Marina (donde se halla hoy el Senado) que esos mismos veinte parlamentarios expulsen de un Senado ubicado en las faldas de Montjuïch a 200 senadores no nacionalistas, tanto catalanes como del resto de España.
Los alemanes, con la reunificación y para acercar a los alemano-orientales al poder federal, trasladaron la capital de Bonn a Berlín. Y siguen manteniendo el Banco Central en Frankfurt y el Tribunal Constitucional en Karlsruhe. No veo por qué los españoles no podamos hacer la mitad que los alemanes y trasladar solo cinco ministerios y el Senado. En Murcia el gobierno autonómico tiene por sede la capital, pero la asamblea regional reside en Cartagena. Algo parecido ocurre con Canarias: el parlamento se halla en Santa Cruz de Tenerife y el delegado del Gobierno en Las Palmas, la mitad de las consejerías recaen en cada una de las dos ciudades y el presidente autonómico reside en una ciudad durante una legislatura y en la otra durante la siguiente, de manera alterna.

Una manera de aplacar tensiones territoriales y reducir progresivamente el nacionalismo es convertir Barcelona en cocapital de España. Algunos de sus efectos serán inmediatos, otros, los más intensos, se producirán a largo plazo.

martes, 2 de diciembre de 2014

La batalla ideológica y otras guerras (Post 9N)

José Clemente Polo


Mas y los independentistas que conservan todavía cierto sentido de la realidad, saben que con el magro respaldo a la independencia obtenido en la consulta-farsa del 9N no basta para proclamar unilateralmente la independencia, ni para alcanzarla en una hipotética consulta vinculante celebrada con la aquiescencia del gobierno español. Ya lo sabían antes de que se celebrara la consulta y a Mas le vino como anillo al dedo la suspensión del Tribunal Constitucional que la dejaba en un mero acto folclórico y reivindicativo. El objetivo de Mas a medio plazo es seguir utilizando el gobierno de la Generalitat como baluarte para lanzar sus ataques a las instituciones centrales del Estado (ICE), e intensificar las campañas de propaganda, castellanizándolas cuando haga falta, para convencer a los catalanes que no acudieron a las urnas de que sus parientes en el resto de España les roban y la independencia les traería mejores servicios públicos y pensiones más altas. Ahí es donde van a dirigir el peso de su artillería las organizaciones independentistas (ANC y Omnium Cultural) para seguir con el proceso de desespañolización de Cataluña, y ahí es donde el resto de catalanes y españoles tenemos que hacerles frente en desigual batalla.
Mas cuenta con la colaboración indispensable de los Ayuntamientos cuya financiación depende en gran medida de quien todavía tiene la sartén por el mango
El gobierno catalán cuenta con varios aliados formidables para desplegar su estrategia. Están, en primer lugar, la mayoría de los profesionales en los medios de comunicación catalanes, tanto públicos como privados subvencionados, que jalean sus iniciativas y dan pábulo al ‘España nos roba’, ‘España nos humilla’, ‘España se recentraliza’, etc., aceptando sin crítica las burdas e infladas cifras de la balanza fiscal de Cataluña que les suministra puntualmente el consejero de Economía cada año para ‘demostrar’ elexpolio de Cataluña, y distorsionando las sentencias de los tribunales que, si bien sólo exigen el cumplimiento de la Constitución y las leyes, los medios adscritos al régimen las presentan ante la opinión pública como intolerables humillaciones a Cataluña. Nada va a cambiar en el futuro mientras la Generalitat siga compensando generosamente a estos profesionales vendidos al mejor postor.
En segundo lugar, está la endogamia y falta de autonomía del sistema educativo catalán. Por una parte, la consejería de Educación y también algunas Universidades exigen a los posibles candidatos tener un certificado de competencia lingüística en catalán para participar en oposiciones y concursos, un mecanismo sumamente eficaz que impide acceder al sistema educativo catalán a la mayoría de los españoles, con independencia de sus cualificaciones y méritos profesionales, hasta convertirlo en una burbuja blindada e impenetrable. Por otra parte, está el sistema de conciertos con los centros privados que constituye un arma poderosísima para que las directrices y consejos del gobierno catalán en materia lingüística se cumplan a rajatabla, incluso cuando existen sentencias firmes desfavorables en contra del gobierno catalán. Un ejemplo de la delicada situación en que se encuentran se vivió los días previos a la consulta del 9N, cuando las distintas asociaciones a las que están adscritos estos centros se dirigieron a sus miembros en nombre de la Consejería de Educación para preguntarles si estaban dispuestos a ceder sus recintos para realizar la consulta, una situación que los dejaba expuestos y señalados si se negaban a ello. Muchos centros aceptaron porque las consecuencias que podía acarrearles no hacerlo.


El escenario de cartón-piedra construido por el régimen nacional-independentista y el sistema clientelar instaurado se vendrían súbitamente abajo si un enfrentamiento directo con las ICE 
Finalmente, Mas cuenta con la colaboración indispensable de los Ayuntamientos cuya financiación depende en gran medida de quien todavía tiene la sartén por el mango y reparte el alpiste en Cataluña: el gobierno de la Generalitat. En el caso de la consulta del 9N, su labor ha resultadoesencial para preparar la logística de la consulta, incluyendo declaraciones de apoyo de los consistorios a favor de su realización, la colocación de la propaganda de las organizaciones independentistas que la promovían, la ANC y Ominum Cultural, en todos los pueblos y ciudades catalanes, empleando para ello las grúas y los empleados de los consistorios. Una propaganda, todo sea dicho, nada institucional porque incitaba a responder afirmativamente a las dos preguntas formuladas. Por último, los Ayuntamientos hicieron posible que la consulta se realizara entregando las llaves de los Institutos de Enseñanza Secundaria donde se colocaron las urnas a miembros de las organizaciones independentistas que los ocuparon e hicieron uso no sólo de los patios y pasillos sino también de las secretarías y otros despachos anexos, como pude comprobar personalmente.
Para que los mecanismos descritos sigan operativos y aumente el número de catalanes que apoyan la independencia en los próximos años es absolutamente indispensable mantener el gobierno autonómico en manos de los partidos que apoyan el derecho a decidir. Todo el escenario de cartón-piedra construido por el régimen nacional-independentista y el sistema clientelar instaurado se vendrían súbitamente abajo si un enfrentamiento directo con las ICE provocara la suspensión de la autonomía en Cataluña. La consulta-farsa del 9N sólo ha sido un paso más en el largo camino hacia la independencia que le ha permitido a Mas recuperar la iniciativa política, desembarazarse momentáneamente del fardo de la corrupción que arrastra CDC, y, sobre todo, relegar a un segundo plano a ERC. No sabemos exactamente qué hará Mas en los próximos meses aunque todo apunta a que convocará elecciones e intentará mantenerse al frente del gobierno catalán para utilizarlo como atalaya contra el gobierno español y defenderse de la querella que la Fiscalía ha interpuesto contra él y otros miembros de su gobierno por su papel en la organización y realización de la consulta. Lo que es seguro es que se avista otro año más de desgobierno, enfrentamientos estériles y propaganda sectaria.
España carece de un gobierno cohesionado y estable dispuesto a defender la Constitución
Rajoy se equivocaría si interpreta este paréntesis como un cambio de estrategia del nacional-independentismo y no adopta con rapidez las medidas necesarias para ganar las próximas batallas que va a plantearle el gobierno catalán. No sólo va a seguir el gobierno catalán creando lo que ellos denominan estructuras de Estado sino que hay voces que piden declarar ya la independencia y tomar por la fuerza el control de las instituciones todavía en poder del Estado (Agencia Tributaria, sistema judicial, infraestructuras, etc.). Si piensa que con un par de visitas a Cataluña para explicarnos todo lo que ha hecho el gobierno español por Cataluña hay suficiente, alguien debería explicarle a Rajoy que comete un grave error. Hace falta un desembarco en toda regla para conseguir que las ICE vuelvan a estar presentes en Cataluña y el gobierno catalán acate la Constitución, las leyes del Estado y las sentencias de los tribunales sin demoras ni excusas. Hoy tenemos la suerte de que el PP cuenta con mayoría absoluta en el Congreso pero la situación podría devenir crítica si la perdiera en las próximas elecciones generales y España carece de un gobierno cohesionado y estable dispuesto a defender la Constitución que nos ha proporcionado el período más largo de estabilidad democrática y progreso económico de nuestra historia.
Este artículo fue publicado en Crónica Global (25/11/14)