“Hay gente que asegura recordar vidas pasadas; yo
afirmo que recuerdo un presente diferente, muy diferente.”
Philip K. Dick (1928 -1982)
¿Recordáis cuando el
movimiento independentista catalán inspiró a las más brillantes mentes de
nuestra sociedad para analizar tan importantes cuestiones como la naturaleza de
la democracia, los límites de la misma, las diferencia entre el derecho y la
fuerza, la responsabilidad de los agentes de poder en las decisiones
colectivas, el futuro de la hipotética Cataluña independiente, sus
características y temas tan importantes como la estructura que debería tomar un
referéndum de independencia o el asunto de la doble nacionalidad? ¿Os acordáis
cuando hasta los que se oponían a la independencia miraban con orgullo el
movimiento por haber provocado un debate intelectual de nivel, sabiendo que
fuera el que fuera el resultado el país se habría hecho más fuerte y maduro? Yo
tampoco, pero haré ver que sí.
Recordemos por un momento
ese mundo, que llamaremos “País Normal” porque parece que la expresión está de
moda. Un mundo donde el independentismo y el nacionalismo fueron realmente
movimientos que sacaron lo mejor de Cataluña y España; o como mínimo no lo
peor. ¿Cómo fue en la Cataluña Normal el “proceso”? Los recuerdos son algo
borrosos y ni tan siquiera sé cómo acabó el asunto, pero sé que eso no fue lo
más importante. No obstante sí me acuerdo de algunas cosas.
Recuerdo como si fuera
ayer que cuando en el País Normal se dijo que el nacionalismo lo había
intentado todo para conseguir el “encaje” de Cataluña con España, eso era
verdad. En ese mundo los políticos e intelectuales nacionalistas habían
aprovechado más de treinta años de libertad sin cesuras para publicar toda
clase de estudios y análisis sobre cómo se podría trasladar a la realidad
jurídica de España las legítimas aspiraciones políticas independentistas que,
por entonces, no podían encontrar un cauce legal directo. Más de treinta años
con una Constitución sin núcleo normativo ajeno a una posible reforma dan para
mucho trabajo, si no práctico como mínimo teórico, y los catalanes pudieron
estar orgullosos de que si un día llegaba lo de “hemos topado con el muro” no
se les podía echar en cara que no lo habían intentado.
Evidentemente, en el País Normal
a nadie se le ocurrió atribuirse (o decir que lo hará) competencias por la
cara, esperar a que te recuerden que eso así no se hace, y entonces clamar al
cielo por tal injusticia y que eso es un clavo más al “encaix”. No, todo eso no
se hizo, aunque únicamente fuera por la vergüenza intelectual de tener que
justificar que, a la vez, deseas seguir en un país sin seguir las normas del
mismo y que éste cambie según las tuyas. Los nacionalistas entendían que, al
desear su propia nación (o incluso considerar que ya lo eran), no había
necesidad alguna para que España cambiara por el meor hecho de pedirlo y para
acomodarles, como no la hay para que un francés exija cambios al Reino Unido.
Cada cual con sus características, ese era su lema, y si uno deseaba la
independencia, se preguntaba a sí mismo si según las normas de España o por el
camino de la unilateralidad, pero en cualquier caso nadie era tan narcisista
como para ir exigiendo cambios en todo el Estado para contentar a una parte. La
sola idea era absurda y habría provocado burlas en todo intelectual
nacionalista: “¿Una antigua y poderosa nación como Cataluña dando pataletas
como un niño y amenazando con irse dando un portazo si no se le hace caso? Ridículo”.
En el País Normal no se
intentó ir en una mano con el discurso de pedir la negociación y en la otra con
la de la
unilateralidad
soberana; especialmente si ésta
última se hace antes que la primera. La gente comprendía que es estrategia
notablemente ridícula y estúpida jugar con un “O negocias para darme X o yo
mismo haré X” o, peor aún, “Haré X si o sí, pero podemos negociar para que me
lo permitas hacer, ¿eh?” Se entendía también que esas exigencias “a la baja”,
de asumir que
uno es capaz de declararse independiente, y que por lo tanto también de unilateralmente exigir un estatus especial
dentro de España para no hacer lo primero, son una rastrera táctica para forzar
una compra de “lealtades” en autonomías revoltosas -donde en realidad no hay
intención alguna de ser leales-, pues el coste de invocar el monstruo del
“Estado que se niega a...” es nulo. Por orgullo nadie intentó tal cosa, y era
habitual que los nacionalistas comentaran que, a no ser que uno quisiera
dispararse al pie y hacer que Cataluña se dividiera y se partiera (llevándose o
no por delante a España, a saber), esa no era una buena estrategia.
En el País Normal, aunque
naturalmente se acepta que los políticos cambien de opinión (más incluso que en
nuestro mundo), se pedía cierta coherencia o razonamiento para el cambio. No
había problema en que alguien se hiciera independentista, pero mucha gente se
habría molestado si un importante político hubiera dicho que una referéndum de
independencia
dividiría
el país, que un año más tarde
dijera
lo contrario, y (luego) que
haría
el referéndum Sí o Sí, digan lo
que digan en Madrid; finalmente, para decir que los que se oponen a su plan son
(ahora) l
os
que están dividiendo el país.
Evidentemente un comportamiento así jamás se dio en el País Normal y
sinceramente no sé ni por qué lo explico pues es una hipótesis poco plausible y
casi de broma.
Es evidente que en ese
País Normal todo el mundo entendía que el tema de la independencia no es como
preguntar de qué color quieres ponerte hoy la camisa. Era conocimiento común y
compartido por todos que el mero hecho de centrar toda la legislatura en el
tema, de hablar de ello constantemente, de avisar que se preguntará tal cosa y
de insinuar -de forma algo indirecta- que eso comportará resultados, que el
mismo naturalmente variaría. A nadie se le habría ocurrido comparar la consulta
con una mera encuesta de opinión, pues nadie es tan tonto como para imaginarse
un encuestador avisándote de que te preguntará algo, luego pasar dos años
haciéndote propaganda a favor de una de las respuestas y, al final, que te diga
que únicamente tienes que responder aquello que tú de verdad deseas, y que si
te niegas a responder o consideras que el proceso de la encuesta no ha sido
correcto es que eres antidemócrata, pues cualquier persona demócrata debe
responder a cualquier pregunta que se le formule y asumir que tal respuesta
tendrá importantes resultados.
Recuerdo que en el País
Normal el líder de la oposición era el líder de la oposición, no el que vigila
que no te salgas del guión mientras te da la mano sonriente, riéndose por
dentro al ver que te está guiando hacia el despeñadero. Por una cuestión de
lógica semántica, era evidente que si en
ese país el líder del gobierno ha llegado allí abanderando el 'dret a decidir',
la oposición sería justamente de los que se oponen a tal derecho o, como
mínimo, a su uso actual.
En ese País Normal todo el
mundo creyó que, debido a la importancia del tema en juego, es natural que los
controles y requisitos para hacer una elección colectiva sobre ello deberían
ser estrictos. Por supuesto que habría sido ridículo imaginarse un parlamento
con dificultades para el gobierno normal del país declarando la independencia o
la soberanía, o que los controles y procedimientos
para
cambiar el menú de su cafetería
fueran quizás más elevados que los necesarios para poner las urnas en la calle.
En ese mundo ideal uno de
los temas más hablados sobre el proceso fue la nacionalidad y qué hacer con
toda la gente que no aceptará ese nuevo Estado (incluso asumiendo el
reconocimiento oficial de la futura Cataluña). Pues al fin y al cabo, a nivel
individual, lo que implica votar una
independencia es si se acepta que eso conlleve, como consecuencia ineludible, a
la creación de una nueva nacionalidad y, por lo tanto, a que los catalanes se
vean obligados a eligir una: si desean seguir siendo catalanes (y por lo tanto
no españoles) o extranjeros (y por lo tanto españoles). ¿Qué de la
nacionalidad? ¿Qué de los partidos “españolistas” y la representatividad de la
democracia ya que éstos se verán seriamente heridos -si no destruidos- tras el
día D+1? ¿Qué de una hipotética doble nacionalidad? En País Normal todas esas
preguntas fueron tratadas abiertamente en los medios públicos catalanes y
formaban parte del discurso social sobre el “proceso” de la misma forma que
“déficit fiscal” o “300 años de falta de libertad”. En tal mundo uno podía
encontrar gran cantidad de análisis sobre el tema,
y
por supuesto que el número habría sido mayor que uno y muchos de ellos habrían sido escritos por los
propios independentistas.
En tal glorioso País
Normal propio de una utopía atlantea, Cataluña estaba a rebosar de libros
blancos sobre múltiples temas que, quizás (y solo quizás, ¿eh?) son importantes
para el futuro de una Cataluña independiente: El tema de la nacionalidad antes
dicho, por ejemplo, o las futuras relaciones con España más allá de “seremos
buenos vecinos y nos llevaremos incluso mejor porque creo en la magia”; también
quizás sobre el estatus del español en la futura Cataluña, etc. Puede que hasta
un modelo serio de marco jurídico general para el futuro país. En cualquier
caso, la ANC -asumiendo que existiera pues no me acuerdo muy bien- los informes
los escribía gente seria y, en caso de que se considerara interesante el tema
de las futuras fuerzas armadas catalanas (en sí no es cosa de chiste ni mofa), tal
informe lo escribió gente con conocimientos reales sobre eso, no alguien que ha
leído demasiadas novelas de Tom Clancy.
El futuro líder del País
Normal, quien iba casi con total seguridad a gobernar Cataluña,
después
de no decir que a los ocho años ya estaba en contra de la Constitución tampoco dijo que si luego de votar que sí y ser
independientes se cambia de idea, pues se vota para volver a entrar y ya está.
Es más, en la Cataluña Normal no habría sido necesario explicar por qué esa
última frase que no ocurrió está tan mal.
En ese País Normal todo el
mundo entendió que una decisión de independencia no es una decisión normal, y
si además uno asume que el país con deseos de ser Estado tiene “derecho a
decidir” eso (sin mayor calificativo), se convierte tal decisión en una
decisión con múltiples vidas, sin fecha de caducidad y pocos o ningún control.
Al fin y al cabo, mientras el independentismo únicamente pierde hasta que
consigue hacer otro referéndum y entonces gana por fin, los contrarios
-siguiendo ese modelo- únicamente pueden frenar lo inevitable, hasta que
pierdan para siempre pues no podrán convocar ellos un referéndum para “volver a
España”. Por todo eso los nacionalistas comprendieron rápidamente el
escepticismo y temor de los contrarios al independentismo por el derecho a
decidir, que se supone debería dar igualdad de oportunidades a todo el mundo,
pero tal cosa es imposible.
En ese mundo ideal pero
Normal el nacionalismo entendió que la nación, como cultura, es como ser
fuerte: se es o no se es, pero no necesitas un papelucho legal que te lo
confirme. Se entendió que la identidad de la cultura catalana y su fuerza
vendría de los genios (que suelen ser universales) que tal sociedad produzca o
no, y que ninguna constitución, herramientas de Estado o pacto fiscal para la
dignidad de la nación jamás han creado una cultura más o menos fuerte. De
hecho, recuerdo que se debatió abiertamente entre los propios independentistas
si el nacionalismo es necesariamente beneficioso para la expansión, en calidad
y cantidad, de la cultura propia, o si puede ser un problema al politizarla y
usar la lengua como arma. Muchos se habrían preguntado
si
reducir la cultura propia a únicamente la de un idioma, politizando la lengua y cultura a un fin
concreto, no podría rebajar el nivel de la misma.
En la Cataluña Normal, en
el discurso nacionalista no aparecería, a la vez, que “
Ni
Franco pudo acabar con la cultura catalana”, que “ahora tampoco lo conseguirán” y, finalmente, que el catalán está en
peligro, sea por intento de
genocidio
cultural o algo similar. En
cualquier caso, jamás habría sido necesario explicar por qué decir todo eso a
la vez está tan mal.
En ese mundo ideal se
entendió, por mucho que fastidiara, que España no está obligada -ni por
legalidad interna ni externa- a cometer un seppuku político, administrativo y
jurídico para suicidarse por el mero hecho de que alguien se lo pida, como en
el
plano
internacional se
hubiera
recordado repetidas
veces si
así
hubiera sido necesario aunque
evidentemente
no. Se entendió que incluso
usando el (mal) ejemplo del Reino Unido, y aunque
pudiera ahora
mismo hacer lo que se le pide, no quiere decir que
ahora mismo
deba hacerlo. En tal universo el nacionalismo entendió que el problema
no es votar pues eso es un requisito mínimo, y naturalmente que si se decide
tal cosa deberá votarse (¿cómo si no?), pero como dice la misma palabra, es lo
mínimo, no necesariamente lo máximo.
En el País Normal se
entendió que -para mucha gente- votar no es un requisito suficiente y
necesario, a no ser que uno vaya por el ilegal camino de la declaración
unilateral, en cuyo caso uno debería asumir la responsabilidad de tal acto y no
lanzar la culpa al otro. Se entendió igualmente que el mayor problema es el de
exigir (o asumir) la competencia ilimitada y sin fecha de caducidad; que no se
puede reducir un tema tan importante a un “yo me lo guiso y yo me como” en el
que uno asume lo que le da la gana, crea la pregunta como quiere, la pone el
día que quiere y por encima de lo que quiere; menos si antes ni te has
molestado a probar -aunque sea para quedar bien- el cauce normal para estas
reformas. No es el deseo ni la voluntad lo que se niega, sino la obligación erga
omnes de que todo el mundo deba aceptar lo que sea que se decida. Incluso
si uno deseaba eso, se sabía que del deseo a la realidad hay un gran abismo.
En el cada vez menos
probable País Normal el independentismo entendía la queja, aunque fuera a un
nivel casi filosófico, de que es peligroso, si no contradictorio, seguir
deseando que los poderes electos y del Estado estén bien delimitados pero que a
la vez el Pueblo (el mío, no el tuyo) no; y que tenga poderes omnímodos para
decidir lo que sea y como sea. Se entendió rápidamente que, incluso como
propaganda, es un peligroso camino a tomar y que además no da realmente poder
al pueblo, pues únicamente desplaza el centro de decisión final de los miembros
elegidos por votación al agente que decide qué se someterá a referéndum y cómo
se preguntará y cuándo. Se entendía igualmente que existe una diferencia entre
justificar una decisión por votación mayoritaria, a establecer una nación por
votación mayoritaria, pues el demos no se vota, sino que vota a cosas.
El demos se asume.
Entre otras cosas, en ese
mundo ideal la clase intelectual y política se rió de la idea de crear un simposio llamado España contra Cataluña,
título cuya premisa ya presupone la conclusión, y que ni tan siquiera tendría
sentido entre países como Reino Unido y Francia... y estos sí han sido hostiles
de verdad durante muco tiempo. Por supuesto que, en cualquier caso, a nadie se
le habría ocurrido justificar tal título usando una analogía pseudocientífica,
como
que el título es una verdad como el cambio climático, pero que luego hay que ver las causas.
En ese mundo ideal, si no
equilibrados, los medios de comunicación, tertulias y demás se molestaron en
averiguar si lo eran, y pudieron con un poco de ayuda pasar estándares
internacionales y de sentido común sobre lo que debe ser un debate público,
abierto y con igualdad de oportunidades previo a una votación tan importante.
Cuando invitaban a expertos estos eran expertos académicos reconocidos (incluso
más allá de Cataluña), que abierta y francamente debatían la historia del
nacionalismo, del los movimientos independentistas, de sus problemas, sus
implicaciones jurídicas, etc. En esa Cataluña nombres como Miroslav Hroch o
Benyamin Neuberger (por decir algunos que yo recuerdo, otro valdrían igual o
más) eran conocidos
, y en cualquier
caso jamás se dio el absurdo de que los intelectuales que comentaran el tema
fueran propios de Cataluña y abiertamente nacionalistas. Evidentemente,
el
organismo encargado de velar por la
imparcialidad jamás llegó a considerar que tertulias de 4-5 vs 2-1 y con
videomontaje final son plurales.
En ese asombroso País
Normal uno podía poner en duda los fundamentos intelectuales del movimiento
soberanista (desde “dret a decidir” a otros) sin que te acusaran de “
quintacolumnista”, “
miembro de la
secta del autoodio” o arrojaran
dudas
sobre si realmente eres catalán
al ser neutro en relación al movimiento nacionalista en su forma actual. Tal
cosa habría sido ridícula, ¿
cómo
acusar a alguien de anticatalán por no ser nacionalista? Eso implicaría que, durante toda su historia
hasta hace dos años, Cataluña no fue Cataluña y estaba llena de no-catalanes o,
incluso, anticatalanes (aunque no habría catalanes contra los que ser anti).
¡Ridículo! Todas las mayores cabezas visibles del nacionalismo mediático y
político, desde Rahola a Carod-Rovira, negaron tal posibilidad:
“¿Anticatalanes? ¡Absurdo!” Dijeron mientras reían.
En el País Normal, incluso
si tales opiniones surgían de vez en cuando (de todo tiene que haber), no era
de la boca de gente importante, en medios públicos y, en cualquier caso, alguno
de los tertulianos de al lado se molestaba en poner cara de desagrado en vez de
callar, como en el muy hipotético caso
yque jamás ocurrió de que alguien dijera -muy humildemente- que
los españoles
son chorizos por el hecho de ser españoles.
En tal mundo, cuando TV3
se atrevía a invitar a una pérfido unionista (tampoco seamos ingenuos, todo el
mundo tiene sus preferencias), en las redes sociales la gente no exclamaba de
forma casi unánime que “¿Cómo se atreven a invitar a ese antidemócrata que no
opina lo mismo que yo?” pues entendían que lo que él expone es que los
fundamentos del debate son erróneos/mal explicados y que aún hay temas sobre
los que no hay consenso ni están ya “cerrados” a todo análisis. La gente
entendía que es absurdo echar gente, ya no de la democracia sino casi del mundo
civilizado, porque no asuman tus mismas premisas, especialmente cuando hace
5-10 años no las asumía casi nadie. Jamás a nadie se le habría ocurrido decir
que aquel que propone una votación fuera de todo reglamento (incluso el
propio), si otros consideran que, tal y como proponen tal cosa, no debería (de
momento) hacerse, puede -por el mero hecho de haberlo propuesto y otros haberse
negado- señalar
a
sus oponentes como antidemócratas.
En ese mundo ideal la
pregunta del 9N... bueno, directamente no era ni concebible. Jamás a nadie se
le
ocurrió crear una pregunta doble que formalizaba la
táctica del salami y una especie de
gerrymandering mental sobre un posible estado catalán. Ridículo,
absurdo, bochornoso, etc. esos habrían sido los calificativos que tal pregunta
habría provocado en los tertulianos e intelectuales, y rápidamente el mundo
académico catalán habría analizado la pregunta hasta dejarla en los huesos. Por
supuesto que jamás habría ocurrido que si uno buscara análisis de la pregunta uno
no encontrara nada, o que únicamente un individuo que no conoce nadie fuera
quien tuviera que hacer un
análisis en su tiempo libre porque se aburre y porque nadie más lo hace. ¡Absurdo!
En el País Normal se
entendió que, como mínimo, los niños no están decidiendo a
sí que si uno
quiere llevarlos a toda manifestación imaginable, educarles en la historia de su oprimida nación y
etcétera... allá tú, eres perfectamente
libre, pero ellos no están decidiendo el proyecto, es algo que hacemos en su
nombre así que mejor vigilar. El resultado de lo que podría ocurrir se lo
comerán ellos, independientemente de lo que opinen luego sobre el tema. Todo el
mundo sabía que lo que tenían entre manos era un proyecto de construcción
nacional, de modificación de conciencias y de la forma en que se entiende su
propia historia. Que puede que una votación sea cosa de un día y al siguiente
no ocurra nada, pero lo que se estaba haciendo con los marcos conceptuales con
los que los catalanes se entendían a ellos mismos era algo que iba a durar
mucho más. Todo eso no son cosas que se puedan votar ni tienen fácil arreglo,
así que evidentemente todo el mundo tomó gran cuidado en jugar con ello.
En tal mundo irreal pero
Normal la Generalitat no actuó como si ya hubiera vencido el referéndum y no
dijo que y
a están
construyendo las estructuras de Estado para el mañana de la consulta, sin esperar a saber qué desea la gente. No las
construyeron pues habría sido absurdo tener que derruirlas al día siguiente en
el caso (improbable con nuestra pregunta del 9N) de no vencer. En ese mundo,
cuando se dijo que se desea saber qué quiere la gente para LUEGO actuar en
consecuencia, es verdad.
En ese país imposible,
aunque naturalmente uno intentaba vender su propuesta con la mejor luz (incluso
algo distorsionada), se entendió que colar la independencia como un tema de
racionalismo económico es pasarse. Se comprendió que uno no puede definir la
necesidad de la separación porque, ceteris paribus, si nada sale mal y
una vez haya pasado la crisis, Cataluña pueda tener más recursos; que en todo
caso eso son incentivos, no argumentos de necesidad, a no ser que uno sea
incapaz de darse cuenta de que piensa en círculos y que la conclusión a la que
llega es la misma premisa de la que parte.
En tal absurdo mundo del País
Normal no se usó el extraño argumento de que “yo no voté a la Constitución”,
menos aún si por otro lado se iba diciendo que tal texto legal te importa poco
y que en nada nos iremos por la puerta grande a base de DUIs. En cualquier
caso, se admitía que, aunque es verdad que mucha gente no votó esa
Constitución, tampoco los menores actuales por los que se estaba construyendo
la independencia la votarán ni podrán volver a decidir jamás sobre el tema.
No sería necesario decir
que en tal ridículo universo no se mintió repetidas veces y de forma descarada
con sentencias legales imaginarias (
La
Haya), sobre límites
al
déficit fiscal imaginarios, sobre
la UE, sobre lecturas de la Constitución que ni sin saber castellano serían
posibles (“¡Sí que permite que Cataluña decida! Solo es cuestión de traspasar
esto, esto también, ignorar eso y borrar casi todo lo demás”) o sobre la propia
historia (Guerra de Sucesión: o cómo hacer pasar catalanes antifranceses por
catalanes antiopresión española).
En fin, en ese mundo
imaginario, en ese País Normal imposible, que pueda que jamás existiera y que
no va a existir jamás pero que por alguna razón yo recuerdo vivamente, tampoco
fue necesario hacer un texto como este pues el debate independentista sacó lo
mejor de la sociedad catalana a todos sus niveles, e incluso aquellos contrarios
a sus objetivos estuvieron orgullosos del nivel del debate. No recuerdo cómo
acabó todo, pero tampoco creo que importara mucho. En cualquier caso todo esto
que he dicho jamás va a ocurrir aquí pues no vivimos en un País Normal.
Xavier Lastra.