miércoles, 24 de septiembre de 2014

Narcisalismo (I). Etología y diagnóstico

Ángel Puertas

La problemática nacionalista es emocional. Sigmund Freud en El porvenir de una ilusión conectaba el nacionalismo con el narcisismo de las pequeñas diferencias. Dos notas humanas destacan en la conducta de numerosos nacionalistas: la extraordinaria relevancia que otorgan a la catalanidad y la percepción de que lo catalán es hostigado por los españoles no catalanes.
            En la ideología nacionalista observamos una inflación del ego colectivo. El nacionalista exhibe reiteradamente su catalanidad para que todos lo admiren y contemplen. Hechos que ninguna relación tienen con la catalanidad son visualizados interponiendo el prisma “Cataluña”. Y dicho cristal se emplea para interpretar cualquier fenómeno, desde el más prosaico e inofensivo al más enjundioso y trascendental. Así, la guerra civil deja de ser un enfrentamiento entre las dos Españas (en la que lo catalán sería secundario) para ser una lucha de España y Cataluña (que adquiere rango protagonístico); los mayores precios de la vivienda y otros bienes en Barcelona y área metropolitana en comparación con los de un pueblo andaluz no son una simple manifestación de la carestía de la vida en áreas urbanas de fuerte inmigración frente a depauperadas zonas rurales de acusada emigración, sino una demostración de lo caro que a los catalanes les resulta ser españoles. Los ejemplos podrían continuar hasta el infinito. Las muestras de exhibición de la catalanidad por parte de tantísimos nacionalistas son tan evidentes que no merece detenerse en ellas. En el nacionalismo hay un “yo colectivo” inflamado, una llama hinchada y siempre refulgente que ilumina con su cálida tonalidad toda la estancia y que impide contemplar la realidad bajo otras luces más humildes y objetivas.
            El siglo XIX fue la infancia de las naciones. Séalo o no Cataluña, el siglo XIX fue aciago para esta comunidad. Siete guerras civiles sufrió Cataluña entre 1821 y 1875 (la guerra realista, la resistencia contra los Cien Mil Hijos de San Luis, la de los Malcontents, las tres carlistas y los alzamientos republicanos). Bandas carlistas en los montes asaltaban a viajeros y campesinos; partidas de la Tradición caían al amanecer sobre pueblos desguarnecidos, fusilaban a liberales e incendiaban casas y cosechas de propietarios que no pagaban la contribución al rey Don Carlos; juventudes militarizadas montando guardia en las proximidades de la población; somatenes prestos a luchar; vecinos carlistas represaliados por los liberales; funcionarios que no podían entrar en las zonas sublevadas; industriales arruinados por la hiedra del contrabando que florecía en las guerras; obreros pordioseando por los sobresaltos y la depauperación de la economía; olor a pólvora desde las frecuentes barricadas progresistas; juntas y contrajuntas revolucionarias; atropellos de la autoridad militar: juicios sumarísimos, detenciones sin causa, secuestro de publicaciones, prohibición de transitar por las calles a partir de las diez de la noche…; rumores de bajada de los aranceles; una industria potente y a la vez frágil, pendiente de la solidaridad comercial del resto de España, anhelante de elevados aranceles; una burguesía demandante de servicios modernos (una estación de telégrafos, vías férreas, escuelas industriales…) que quedaba afónica ante un Estado empobrecido por las recidivantes guerras del norte; luchas entre obreros y capitalistas, unos arrojaban bombas sobre las cabezas burguesas del Liceo y otros arrojaban legislaciones antiproletarias a los tobillos de los trabajadores… No conozco región con un siglo XIX más atormentado. Las guerras civiles deprimen la autoestima colectiva: “matinés [carlistas] en la montaña, ladrones en las afueras, bullanga en expectación por las calles y plazas, y bombas en proyecto en el aire por si fueran mal dadas. Me cago en Barcelona”, escribía Pablo Piferrer, aunque originariamente escribió “Cataluña” donde luego puso Barcelona.
       Los intelectuales, ayunos de esperanza, se refugiaron en un pasado imaginario, al que idealizaron (Álzate, oh Barcelona,/bastante has estado postrada y abatida:/mira que una corona/tan grande como la perdida,/te guarda el cielo, tan querida para tu frente;/sal ya de la agonía,/piensa que nuestros hijos con voz severa/te preguntarán un día:/¿Qué has hecho de tu bandera,/dónde están tus reyes, tus bravos caudillos dónde están?, versificaba Rubió i Ors). Difícil es la autocrítica. Ese contraste entre el pasado glorioso y el presente oscuro desembocó en la búsqueda de un chivo expiatorio (Felipe V) y de un objeto contrafóbico (las instituciones derogadas por el primer Borbón). El relato histórico prenacionalista había sido creado.
Casi toda la industria española era catalana. Su escasa competitividad se salvaba con elevados aranceles en las aduanas que convirtiera el resto de España en un mercado protegido (o cautivo, como queramos) para la industria nacional. La firma de un tratado con una potencia extranjera “siembra la inquietud entre los que se ven amenazados de perder lo que es fruto de tantas privaciones y fatigas, y cubre con un velo de tristeza el corazón de los que temen que les ha de faltar el pedazo de pan cotidiano para ellos y sus familias. ¡Ah! No; esos teóricos sin entrañas [los intelectuales librecambistas] no tienen idea de lo que es para el pueblo catalán una de aquellas amenazas; amenazas que al estar próximas a convertirse en realidades, convierte el temor y la tristeza en verdadera desesperación. ¿Qué tiene de particular que (…) el dolor arranque gritos que parecen maldiciones y amenazas contra la patria común, contra la madre que se convierte en madrastra?”, clamaba el conservador Mañé y Flaquer. Sin embargo, la postura del Estado era habitualmente proteccionista. La hiperprotección materna deprime la autoconfianza del niño, el hiperproteccionismo segó la confianza de la industria de sobrevivir sin altos aranceles.
Cuando un niño piensa que su madre no le muestra un amor incondicional, sino que es capaz de retirarle el pecho materno (aunque nunca se lo llegue a retirar), de propinarle un injustificado o desproporcionado golpe, de no comprender sus balbuceos…, ese niño, digo, tiende a pensar que su madre no le quiere, y no le quiere por sus bajas cualidades. Pero puede que el niño realice un mecanismo de hipercompensación y exalte sus virtudes desmesuradamente (“¿cómo que yo valgo poco? Soy el más trabajador, el más ahorrador, el más emprendedor, el más pactista, el más avanzado”, pareciera decirse). El niño, ante el temor a ser relegado por una madre abandónica, descubre la trascendencia de no pasar desapercibido, y emergen en él rasgos narcisistas, al objeto de ser siempre el centro de atención. A fines del siglo XIX un sector de Cataluña, y reitero, solo un sector de Cataluña, comenzó a vivir su catalanidad de forma narcisista. No todas las personas que vivencian la misma experiencia reaccionan igual ante la misma. Sobre ese terreno cayó y germinó una semilla ideológica que proporcionó trabazón argumentativa y simbólica a ese estado anímico. En otras regiones también cayó, pero la planta no arraigo por no hallar terreno tan fértil como el que las inclemencias del XIX convirtieron al espacio catalán.
Así, en algunas parcelas del solar catalán los miedos e inseguridades del XIX explosionaron en una exaltación de la catalanidad, en una vigorosa afirmación de lo propio. Adler apuntaba que “de estos sentimientos de inferioridad y de inseguridad surge una recia lucha para afirmar la propia personalidad, de una intensidad harto mayor que la normal”.



El narcisista, sintiendo que nadie la abraza, se abraza permanentemente a sí mismo. Él es lo único importante. A la postre los demás no son más que espejos o dianas. Espejos que le deben devolver una imagen doblemente bella de él mismo o dianas sobre las que descargar su ira y su frustración. Aspira a la gloria, a ser contemplado como alguien irrepetible, especial, pero la gloria está en el ojo ajeno. No puede aceptar ser igual que los demás porque entonces no destacaría (por eso repudia el “café para todos autonómico”). Y mientras, se mira insistentemente en el espejo.
Él debe ser siempre el centro. De tal manera no acepta que le contradigan. Él no dialoga, hace pedagogía. Coloca a los demás en la involuntaria posición de alumnos. Si no comparten su parecer no es porque él yerre, sino porque no le quieren entender, porque son unos recalcitrantes anticatalanes (“no ens entenen, no ens estimen”). No darle la razón equivale a no quererle. Si no obtiene el triunfo (dialéctico, político, económico) contacta con la angustia anaclítica, con su hondo temor al abandono, y proyecta su angustia sobre el otro (“yo no soy el inepto que no gusta a mamá, sino que eres tú el inepto”).
Para el narcisista él siempre es el más. En su fase convexa es exultante, tiende a creerse superior (“Cataluña destaca por su civismo, su pactismo, su pacifismo, etc.”, proclama cualquier prócer nacionalista). En su fase cóncava es victimista, piensa que es el más maltratado, el que más sufre, que sus problemas son los más graves e importantes que los de los demás. En todo caso cree ser excepcional (el famoso “hecho diferencial”).
El narcisista, surgido de las inseguridades y miedos al abandono, teme no ser querido. Su vínculo con los demás pasa por convertirlos en espejos que le muestren cuánto es él de valioso. Para ello proclama de continuo sus excelencias y singularidades. No mantiene una relación mutuamente nutritiva con el entorno, no practica la ecología, sino la egología.
El narcisista, falto de autocrítica, atribuye sus problemas a los demás. De ahí que los gobiernos narcisalistas eludan con tanta facilidad sus responsabilidades por una defectuosa gestión (“Madrid es culpable”). A menor nivel de exigencia sobre los gobernantes, peor administración de la cosa pública. El informe de gobernabilidad regional de la Comisión Europea de 2012 coloca a Cataluña como la región peor gobernada de España. Pero la vanidad en la que transita el narcisista le impide verlo.
El narcisista siempre está insatisfecho. Siempre quiere más para evitar la angustia anaclítica. “Dame, dame, dame, que nunca me sacio”, parece decir, temiendo que si deja de exigir desaparezca el pecho materno. Reclamar insistentemente le garantiza la atención ajena. Además se siente fuerte, máxime porque desliza la amenaza velada de romper  la relación si no se hace a su acomodo y voluntad. Cuando logra su objetivo una sensación de potencia se apodera de él, pero es efímera, pues no valora las cosas que tiene, sino la atención de los demás. Anhela permanentemente el triunfo para colmar la sensación atrasada de impotencia  y debilidad.  Y pasa del 15% del IRPF al 30%, de un nuevo sistema de financiación al Estatut del 2006, de la supresión de los gobernadores civiles al pacto fiscal… siempre en continua lucha, porque en la lucha se siente vivo y fuerte. Y los demás han de complacerle so riesgo de no quererle. Exige al resto de España que le seduzca, pero él no debe hacer nada para resultar atractivo ni a los demás catalanes ni a los demás españoles. Él se considera seductor de por sí.
            El narcisista en su posición cóncava en la que se visualiza como una víctima es de hecho un maltratador psíquico, pues implícitamente acusa a los demás de victimarios. Adquiere así una posición de superioridad moral y exige a los demás que le recompensen. Los demás siempre quedan en deuda con él, deuda que es imprescriptible. Así se coloca siempre por encima de los demás. Así puede manipularlos afectivamente y controlarlos, lograr que hagan cuanto él desee.
            El narcisista se siente especial, por tanto, no contempla a los demás hermanos como a iguales. El mandato que transmite es: “no pertenezcas a este grupo” (“som una nació”), “afianza tu singularidad” (“fer país”), “no confíes” (“que la prudència no ens converteixi en traidors”), pues no ve a los otros como colaboradores, sino como competidores.
            Su carácter se fortalece en la lucha, por ello fomenta las situaciones de conflicto que le permitan superar los obstáculos creados por él mismo y aumentar, una vez vencidos, su autoconfianza. En caso de no vencer, el conflicto le permite equiparse de “justificados” reproches contra el enemigo. Así acentúa su guión de vida: “mamá (el Estado) no  me quiere”. Prefiere tener la certeza de no ser querido a tener la confianza de serlo. La primera le confiere seguridad y una excusa para la lucha, la atención y el triunfo; la segunda le coloca ante el riesgo de no ser estimado como él desea, ante la posibilidad de que los demás no se plieguen a sus continuas exigencias. Por ello prefiere lo malo conocido a lo bueno por conocer. Y acomete proyectos de dudosa viabilidad que confirmen sus negras premoniciones (selecciones catalanas, Estatut, pacto fiscal, independencia…). El culpable de sus intuidos fracasos es el agrio Estado anticatalán.
            El narcisista cuando se siente frustrado atribuye sus limitaciones a la malquerencia ajena, envidiosa de su excelsa valía. De ahí su sentimiento de persecución.  Una sentencia del Tribunal Constitucional no es un texto jurídico, sino un acto de desamor. Y cuando se siente no querido rompe la relación, no puede soportar no ser el centro del círculo. Fatigado de una vieja Eco que ya no le satisface en todo cuanto reclama se lanza a conquistar a una nueva Eco (la Europa fascinada por la Barcelona olímpica o el Barça de Guardiola).
            Esta visión se transmite acríticamente de padres a hijos. Los padres cargan a sus hijos con pesadas mochilas: “serás musulmán, como yo, y pensarás así de las mujeres y del vino”, y el hijo adquiere sin cuestionarse las filias y las fobias del padre. Pero quien dice musulmán dice cristiano o ateo, o culé o merengue, o socialista o conservador. Podemos odiar a quien creemos que injustamente nos odia. Pero cuando comprendemos que son esclavos de sus sentimientos, cuando conocemos las conexiones causales que los producen, la pasión pierde fuerza. De tal manera que estaremos en una posición menos apasionada y más racional, y por tanto, más proclive a hallar la solución.
Descrita la etiología y el diagnóstico de aquello que Albert Einstein describía como “una enfermedad infantil, el sarampión de la Humanidad”, tan solo queda abordar la terapéutica.


1 comentario: