viernes, 28 de febrero de 2014

Demanding the creation of a new State - Could this shake up one of the pillars of the EU?


Susana Beltrán

Este artículo ha sido publicado por Susana Beltrán García (Universitat Autònoma de Barcelona) en One Europe el 26 de febrero 2014 (puede consultarse aquí).



It is said that EU has a double legitimacy - on the one hand, the Member States and, on the other, the citizens. The process of European integration is the result of the tension between countries and citizens. The latter have an opportunity to implement something else that they do not have in the domestic sphere in the European arena. To achieve this, European citizenship includes a fundamental element:  no borders within the EU and citizens being able to live their lives anywhere.  In this sense, European identity tries to permeate its essence throughout EU territory and the successive foundational treaty reforms have reinforced that idea. Under these norms, citizens are quoted as citizens of the Union without any reference to their respective nationalities.

As citizens of the Union, people can move and reside freely within the territories of the Member States. People have the right to vote and to stand as candidates in elections of the European Parliament as well as in municipal elections in their Member State of residence. They also have the right to petition that institution, or to submit a European Citizen's Initiative to the Commission. From this point of view, the European Parliament is an institution that represents them. Of course there are other ways to participate in the Union (for example, the European Commission created a space called "your voice in Europe" which facilitates the communication between itself and citizens). By continually developing and using the possibilities that stem from European Citizenship, citizens can counterbalance the power of States and decrease the distance between themselves and the institutions.

However, what happens when the activists amongst the citizens use the privileges of European citizenship to push for the creation of a new State? This is happening in the territory of Catalonia, the place where I was born. Of course, it is not at all simple. Some Catalan people want to implement this by calling upon collective rights, such as the Right of Self-determination of the Peoples. For instance, by way of a petition addressed to the European Parliament President called "The EU should ensure the respect of human rights in Catalonia" they demand their right to decide as a Catalan people. (They have already collected around 146,000 signatures: https://www.change.org/es/peticiones/european-parliament-the-eu-should-ensure-the-respect-of-human-rights-in-catalonia#share).

In a wider context there have been two proposals of European Citizen’s Initiative that were rejected by the Commission: Enforcing the self-determination Human Right in the EU and the ICE proposal named Strengthening public participation in decision making on Sovereignty Collective. The first proposal aimed to guarantee the sovereignty of citizens in the democratic process of secession within the territory of the Member States of the European Union. In the second, they asked for the EU’s legal framework to accommodate the human right of self-determination which is not included in the Charter of Fundamental Rights of the European Union.

In the end, the Commission refused both proposals with the justification that the requests quoted exceeded the framework of their powers.

The problem is not whether these kinds of proposals should be rejected, but whether there is the scope for these actions to drag along other European citizens born in the same place but who do not agree with this perception.  It is not only an issue with Catalonia and Spain. It is greater than that. For me, the real problem is that these collective actions divert the legitimate aspiration to strengthen European citizenship instead of increasing the power of nations. Furthermore, these kinds of initiatives encourage people who are against the creation of a new state to be more active and vocal, even at EU level, about their opinions. It is a shame, because European citizenship was not created to be used to intervene in the conflicts between domestic citizens. There are European citizens who were born in Barcelona or in other places in Europe, who are looking for a different future for the EU with fewer nations and more free international citizens.

Edited by: Svetli Vassileva 

miércoles, 26 de febrero de 2014

El nacionalismo como religión

Daniel Tercero

Una vez elegido el bando, se autoconvence de que este es el más fuerte, y es capaz de aferrarse a esa creencia incluso cuando los hechos lo contradicen abrumadoramente. El nacionalismo es sed de poder mitigada con autoengaño. Todo nacionalista es capaz de incurrir en la deshonestidad más flagrante, pero, al ser consciente de que está al servicio de algo más grande que él mismo, también tiene la certeza inquebrantable de estar en lo cierto”
George Orwell, Notas sobre el nacionalismo

Cuando la religión y el Estado se confunden, irremisiblemente desaparece la libertad”
Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo


Temeroso de lo que sucedía en Europa –y había sucedido en la primera mitad del siglo XX– y que desde este continente se había exportado a Asia y África, Carlton J. H. Hayes escribió un libro destinado a influir entre los cristianos de la década de los años 60 del siglo XX.

Todo cristiano debe anteponer su creencia a su nacionalismo; práctica, esta segunda, a la que no renuncia Hayes pero que sitúa en su contexto. El nacionalismo. Una religión(1960), obra publicada en español en 1966 por la Unión Tipográfica Editorial Hispano-Americana, analiza la conversión en creencia y fe del patriotismo exacerbado con múltiples ejemplos a lo largo de la historia.

¿Es el nacionalismo una religión? George Orwell escribió sobre ello quince años antes que Hayes sin tantos rodeos. Esta debería ser una de las preguntas a responder en el siglo XXI, tanto en España como en el resto de estados liberales de economía de mercado, más o menos perfectos.

Hayes fue profesor de Historia en la Universidad de Columbia (Estados Unidos) entre 1907 y 1950. Dedicó parte de sus investigaciones a describir y descubrir el nacionalismo, sobre todo en Europa, continente al que llegó en plena guerra mundial para ejercer de embajador de los Estados Unidos entre 1942 y 1945 (con Franklin Delano Roosevelt, del Partido Demócrata)... en Madrid.

Esta estancia le permitió tomar notas para publicar, posteriormente, su libro tituladoMisión en tiempo de guerra en España. Además, hay que recordar que a Hayes se le acusó en Estados Unidos de haber sido condescendiente con el franquismo y con el mismo dictador, al que algunos llegaron a relacionar como si fueran amigos, durante su paso por la España de posguerra. ¿Qué papel jugó Hayes para que España permaneciera neutral en la Segunda Guerra Mundial? Otra pregunta a responder en el futuro.

Aunque por España sepamos poco de este historiador metido en camisa de diplomático(fallecido en 1964), sí sabemos que Hayes llegó a ser presidente de la American Historical Association y copresidente de la National Conference of Christians and Jews. Apuntes sobre su biografía que no pueden desligarse de su obra.

Sí deberían conocer a Hayes los que de Renan (desde su ya famosa conferencia de 1882 en la Sorbona) a esta parte han dedicado su tiempo a escudriñar sobre el concepto nación y sus derivados –o, según algunos historiadores, en realidad, sus previos– nacionalismo y nacionalidad. De ello sabe y mucho nuestro José Álvarez Junco (Mater dolorsa. La idea de España en el siglo XIX es, a mi modo de ver, una de las mejores obras de historia de los últimos lustros, publicada en 2001), quien lo cita en el prólogo de su obra cumbre (aunque lo olvida en el tomo que él coordina de la Historia de España, de Josep Fontana y Ramón Villares, publicado en 2013); y Eric Hobsbawm (en Naciones y nacionalismo desde 1780, publicado en 1990), quien considera a Hayes uno de los “padres fundadores” del estudio académico del nacionalismo, junto a Hans Kohn (gracias entre otras a su The idea of nationalism. A study in its origin and background, Nueva York, 1944). Una definición, la de “padre fundador”, que el mismo profesor británico (fallecido recientemente) toma de Aira Kemiläinen en 1964.



Nacionalismo, patriotismo y religión

Tan actual como las portadas de la prensa española estos días –últimos meses, en realidad; y también en otros países como Hungría, Grecia o Reino Unido, por ejemplo–, en El nacionalismo. Una religión se muestra, simplifica y resume la importancia que en Europa tiene el término nacionalismo, que Hayes definió básicamente como el conjunto de personas con una lengua común y unas tradiciones históricas (inventadas o no), más allá de los aspectos geográficos o de “su estirpe biológica”.

El estadounidense advierte, sin embargo, que existen dos tipos de nacionalismos. Nacionalismo político y nacionalismo cultural no tienen la necesidad imperiosa de ir unidos y, de hecho, pueden existir el uno sin el otro. Así lo cree para el caso de los belgas y los suizos. Y lo sería para India o China, por poner dos ejemplos transeuropeos. Aunque, eso sí, estos dos modelos de nacionalismos tienen influencia entre ellos, pues el segundo suele dar lugar al primero: “Países como Gran Bretaña, Francia y España, de los que se piensa que son poseedores de estados nacionales conformados desde hace mucho tiempo, aún albergan minorías nacionales, con lenguajes y tradiciones diferentes”.

Pero Hayes también recuerda que las nacionalidades son artificiales. Es decir, no corresponden con el ser humano en tanto que tal. ¿Qué fueron sino los hititas, los fenicios, los etruscos o los hedomitas, por citar algunas nacionalidades desaparecidas? La nacionalidad hay que regarla –una obviedad– con la “educación” y el “adiestramiento consciente con este fin”, que pueden producir mayor o menor grado de exaltación.

Es entonces cuando nace el patriotismo. “La lealtad a personas familiares –parientes, amigos, vecinos– es natural y lógica. Pero se necesita una preparación cívica especial para hacer que un hombre sea fiel a todas las personas, allegadas y ajenas, que forman el conjunto de su nacionalidad. […] Es necesario hacer esfuerzos repetidos y sistemáticos para implantar en las masas de una vasta nacionalidad un acervo de pensamientos e ideales nacionales a los que debe ser leal”.

Y, a su vez, este patriotismo, exaltado, popular y emocional, puede dar lugar al nacionalismo. No es una cuestión ideológica, señaló Hayes, ocurrió –¿ocurre?– en sistemas liberales y en dictaduras socialistas: “El nacionalismo puede ser lo más importante, la lealtad máxima, que impera sobre todo lo demás. Esto sucede normalmente cuando la emoción nacional se fusiona con la religiosa y el nacionalismo se transforma en una religión o en el substitutivo de una religión”.

Alguien podría pensar que el concepto nacionalista está alejado del comunismo, o del socialismo, y así llegar hasta la socialdemocracia actual. Hayes explica que esto no es así (izquierda y derecha son esponjas de populismos), aunque no acaba de entender (como evidencia al final de la obra) que la izquierda pueda jugar y ganar a la derecha en nacionalista.

Karl Marx no era nacionalista (“los comunistas solo se distinguen de los demás partidos proletarios en que, por una parte, en las diferentes luchas nacionales de los proletarios, destacan y hacen valer los intereses comunes a todo el proletariado, independientemente de la nacionalidad”). El escribidor del Manifiesto comunista (la cita anterior es de este texto, publicado por primera vez en 1848) era partidario de la creación de grandes estados que agrupasen diversas nacionalidades. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) fue un intento de ello. Fallido –desde luego– y sin libertades básicas. Pero intento, al fin y al cabo. Sin embargo, el comunismo –pese a que en origen quería sacudirse del nacionalismo burgués localista– abrazó el nacionalismo con ardor.

“El nacionalismo tiene ese algo de carácter cálido y piadoso que falta al comunismo. No es tan fría e impersonalmente materialista. Tiene valor espiritual y, a diferencia del comunismo, parte de la básica verdad religiosa que nos dice que no solo de pan vive el hombre. Por ello, la emoción que despierta el nacionalismo puede extenderse a todos: no llega únicamente a una minoría selecta, sino que alcanza a la gran masa de gente”.




De “cristiano” a “irlandés”

El diplomático estadounidense repasó la historia para destacar aspectos nacionalistas desde la aparición de la civilización hasta nuestros días. Desde las tribus a la Segunda Guerra Mundial, pasando por los imperios antiguos y los del siglo XIX. No hay periodo histórico que se libre de la religión nacionalista. No hay momento en el que el patriotismo exacerbado intente sustituir (consiguiéndolo en muchas ocasiones) a la religión (sea cual sea su adjetivación).

Para Hayes, “el nacionalismo, en su forma original, fue una simple expresión del tribalismo; que después declinó y fue suplantado por lealtades más extensas; que su resurrección se produjo en los tiempos modernos y entre los pueblos tradicionalmente cristianos, y que su pleno florecimiento en Occidente y su implantación en el resto del mundo son relativamente recientes”.

En apenas unos cientos de años se ha pasado de clasificar al enemigo por ser cristiano o musulmán a obtener la ciudadanía en función del color de la bandera que acompañe al documento de identificación personal. Si se pregunta a un europeo qué es, responderá con un “alemán”, “francés” o “lituano”, por poner tres ejemplos. En la Edad Media hubieran respondido con un “soy cristiano”.

En este sentido, Hayes recupera la idea de nación del siglo XIX –Álvarez Junco hace lo propio para el caso español y defiende que no podemos hablar del término nacionalizar hasta esta centuria– y la vuelta a la defensa de los localismos para asegurar que es a partir de la Edad Moderna cuando “resucita” el “sentimiento nacionalista”. Un sentimiento que se ha ido incubando a lo largo de la historia previa y explota iniciado el siglo XX.

Lenguas, literaturas, organización política, economías, iglesias... todo se convierte en nación. Hasta el punto que a las diferencias religiosas se une también el aspecto “antipatriótico”. Los protestantes acusaron a los cristianos de tan grave delito en aquellos países en los que eran mayoritarios; y en Polonia, el catolicismo se convirtió en símbolo nacionalista para diferenciarse de los alemanes (protestantes) y los rusos (ortodoxos). En España, el proceso dio lugar al nacional-catolicismo del franquismo.

El nacionalismo histórico se convierte en el paso previo a la formación del Estado moderno. Fue en Inglaterra donde se inició el “nuevo nacionalismo popular”, que se exportó a América, dando lugar posteriormente a los Estados Unidos; y saltó al continente gracias a la Revolución francesa.

Hayes carga así contra la Ilustración y el modelo jacobino francés. Se entiende, pues el historiador parte de la idea, extendida en Estados Unidos, de que el Estado no debe inmiscuirse en las funciones de adoctrinamiento y educación escolares. Lejos de la función cívica que la escuela tiene para la tradición ilustrada resumida en que el niño debe ser educado, además de en el amor a la patria, en el amor a la libertad y a las leyes.

Entre finales del XVIII y principios del XX el nacionalismo se va desarrollando, en opinión del historiador, por toda Europa. Una ola que recorre el viejo continente: Napoleón, Herder, las revoluciones liberales, la sociedad industrializada (en realidad, el avance desigual de la industrialización), la escolarización gratuita y universal, el periodismo de masas, el materialismo, la intolerancia con las minorías religiosas o raciales (antisemitismo)... apenas salva a Metternich.


Siglo XX: explosión nacionalista

La explosión nacionalista se dio, definitivamente, en el siglo XX. Hay que recordar que Hayes publica el libro en 1960. Han pasado en pocos años dos guerras mundiales y las dos las ha vivido como investigador (a distancia) y como político (en Europa), respectivamente. La primera es, sin duda, una autodeterminación nacionalista; la segunda, una expansión nacionalista consecuencia de la primera.

Lo que empezó el 28 de junio de 1914 como “una guerra localizada” en el corazón de Europa, “se convirtió en breve en una enorme guerra generalizada, de la que la principal fuerza motriz era el nacionalismo”. Es así como define a la Gran Guerra, en la que “fallaron” el cristianismo, el socialismo marxista, “los intelectuales”, las grandes empresas y las finanzas internacionales.

Las masas estaban ya “impregnadas” de nacionalismo, al que se llegaba, según Hayes, gracias a “la escuela” y al “periodismo populares”. Fue una guerra totalitaria, desconocida hasta ese momento. Fue una “guerra masiva”. Una guerra cuya paz no resolvió el problema pese a que el gran vencedor del periodo 1914-1918 fue el nacionalismo.

“La Primera Guerra Mundial terminó, no únicamente con el triunfo de Serbia sobre Austria-Hungría, sino con el triunfo, en toda Europa, del nacionalismo sobre el imperialismo histórico, de los estados nacionales sobre los imperiales”.

Pero en 1918 fue “imposible” –como lo es en el siglo XXI– reestructurar el mapa de Europa “fundándose exclusivamente en una base nacional”. La fusión entre personas de distintas nacionalidades resultantes, la migración y los movimientos humanos habían sido de tal magnitud que “cada Estado nacional que se instauraba o ampliaba” llevaba consigo “un número considerable de personas de otra nacionalidad”. La Liga de las Naciones no resolvió nada y Woodrow Wilson fracasó.

Hayes defiende, pese a todos los males, que “el nacionalismo y la democracia” son “compatibles”. Así lo creía para los casos del Reino Unido y de Estados Unidos, que tenían “experiencia en la democracia y habían triunfado en la guerra”. Pero el nacionalismo puede derivar, y exacerbado lo hace siempre, en una dictadura, sobre todo si esta es “experta en propaganda y cuenta con el apoyo de las masas”.

Es como se llega a la Alemania, Italia y Rusia de los años 20 y 30 del siglo XX. Es lo que dio lugar a la Segunda Guerra Mundial. Con un añadido, en negativo. Hayes resalta que en estos tres países se dio el caso de que sus mesías, Hitler, Mussolini y Stalin, respectivamente, no estaban a la altura ni intelectual ni profesional (tanto en lo militar como en el campo del buen gobierno) de anteriores nacionalistas, incluso dictadores.

“Si comparamos lo que habían sido los dictadores de épocas pasadas, y la educación que habían tenido, con lo que eran y quienes eran los nuevos dictadores, notaremos un fuerte contraste. Hitler […] procedía de la masa y no tenía ninguna distinción intelectual ni militar. Mussolini era hijo de un herrero, su educación se limitó a la de una escuela normal elemental, su carrera fue la de un desafortunado maestro de escuela y la de periodista de segundo orden, y su servicio militar fue breve y sin gloria. Stalin era hijo de un zapatero campesino; que fue expulsado de un seminario a los 17 años a causa de su mala conducta y su falta de disciplina; fue autodidacto en las rudas artes de asaltante de caminos y promotor de desórdenes en las fábricas, y se vio impedido de prestar servicio activo alguno durante la Primera Guerra Mundial por ser criminal convicto”.

Estamos en el momento más totalizante de la historia. Con dictadores sin formación –grupo al que Hayes no incluye a Franco, pese a que su libro se publica con más de 20 años de dictadura en España–, con un control total del Estado, que “monopoliza todos los poderes” y subordina toda actividad: económica, religiosa, educativa, cultural... y con una expansión de la “propaganda popular”, radios, altavoces, cines... Hitler, Mussolini (en menor medida) y Stalin se convierten en pontifex maximus de las nuevas religiones.

El nacionalismo resultante a partir de mediados de la década de los 40 del siglo XX se extiende por Asia y África. Aparecerán, sin freno, India (1947), Ceilán (1948; desde 1972, Sri Lanka), Palestina (1948), Israel (1948), Malaisia (1957), Singapur (1963), Nigeria (1960), Túnez (1956), Marruecos (1956), Indonesia (1945), Siria (1946), Líbano (1943), Camboya (1949), Laos (1949), Vietnam (1945), Argelia (1962), Madagascar (1960)... a los que se suman los países europeos: Yugoslavia (1945), Polonia (1945), Checoslovaquia (1948), las dos Alemanias (1949), Hungría (1947)...

En la mayoría de los nuevos estados ya no importa la lengua (en India, en el momento de su independencia, hay al menos 33 lenguas y 10 dialectos), ni la tribu (que no son tenidas en cuenta para la formación de estados africanos). Se confía en un nacionalismo –proyectado en Asia y África en oposición al nacionalismo europeo– que tiene su “Dios”, con función de “protector del Estado”.


“Satisfacción” y “devoción”

Ahí se queda Hayes (nacido y criado baptista y convertido al catolicismo en 1904). Por una cuestión vital, obviamente. El nacionalismo. Una religión tiene como destino al cristiano descreído que es abducido por el nacionalismo local frente al nacionalismo religioso universal.

El estadounidense no tiene reparos en defender el nacionalismo en su justa medida (“en el grado” adecuado, desde su punto de vista) y para ello no ve inconveniente en que una creencia, con sus procesiones y sus templos, como es el nacionalismo, se combine con la religión cristiana, pues “hace mucho tiempo que la Iglesia cristiana considera el patriotismo como una noble virtud necesaria”; aunque, sin embargo, esta creencia cristiana (que predica la humildad y el altruismo) choque con la “soberbia” y el “egoísmo” que caracterizan al nacionalismo.

En definitiva: “El nacionalismo, como cualquier otra religión, nos pide, no únicamente la voluntad, sino también el intelecto, la imaginación y las emociones. […] La nación resguarda a sus miembros de cualquier peligro externo; fomenta las artes y las ciencias en bien de ellos y los nutre y alimenta. […] Las personas indiferentes u hostiles a la religión pueden encontrar una satisfacción y una devoción que ocupe el lugar de aquélla en el nacionalismo terreno; es decir: en lo que viene a ser, en esencia, una religión del secularismo moderno. Solamente de esta manera puede explicarse que algunos puedan ser, simultáneamente, comunistas y nacionalistas”.

Este artículo fue publicado por fronterad (30/01/14)





domingo, 23 de febrero de 2014

El retorno de los románticos

Félix Ovejero, profesor de la Universidad de Barcelona
La mejor filosofía por unidad de tiempo y superficie se hizo a principios del siglo pasado en Viena. Eso sí, la vida verdadera iba por otro lado. Las tesis doctorales ignoraban a Mach, Boltzmann, Einstein o Brentano y seguían entretenidas con Kant, Schopenhauer y Herbart. El preciso dato, recordado por Friedrich Stadler en su monumental obra El círculo de Viena, es una invitación a desconfiar de cualquier apelación al Zeitgeist,al espíritu de la época, al menos mientras los económetras no desembarquen con buenas maneras en la historia de las ideas.
El recordatorio es una venda antes de la herida a cuenta de lo que quiero llamar la atención: el retorno del romanticismo a la política. Aunque resultaría exagerado sostener que las tesis románticas señorean la discusión política, sí que creo que se puede reconocer su rebrote en la propaganda. Mala cosa, porque las naturales discrepancias en las concepciones del mundo se agravan cuando se abordan con las herramientas de la sinrazón. Tres mitos son de mucha circulación: las identidades colectivas como sujetos políticos, las emociones como argumentos y el hipermoralismo como solución a los males del mundo. Las tres coinciden en dibujar, y hasta entronizar, una idea de ser humano que entretuvo a muchos clásicos del romanticismo: saturado de historia, entregado a los sentimientos y bueno hasta el tuétano.
Justo es reconocer que los materiales aparecen ahora remozados con algunos resultados científicos. Sin ir más lejos, los que han servido para criticar a los economistas y sus teorías, supuestamente comprometidas con un personaje, el homo oeconomicus, despersonalizado, racional y egoísta. Un sujeto inencontrable. Por lo que sabemos, los humanos reales acumulamos biografía, estamos lejos de calcular sin tregua y nos dejamos llevar por valores y emociones. No somos homines oeconomici.Al menos a tiempo completo. En ese sentido, mientras se precise su alcance y su ámbito de validez, las apreciables críticas a los economistas resultan inobjetables.

El sent
Otra cosa es el uso de esas ideas en el vuelo rasante de la escaramuza política. Ahí el desbarajuste intelectual está fuera de toda medida. El más notorio asoma en las apelaciones a la identidad. A contramano de 200 años de teoría social, o de 10 minutos de sentido común, diversas versiones apenas aligeradas del “alma de los pueblos” asoman en la trastienda de discursos y libros que establecen relaciones improbables (incomprensión, agravios, reconocimiento, encaje, afecto) entre sujetos imposibles (Cataluña o España) a los que atribuyen rasgos psicológicos (laboriosos, dialogantes, tacaños, violentos) que perviven durante siglos. La retahíla de despropósitos daría para un curso de falacias metodológicas; la explicación de su recurrente aparición en el gremio de los historiadores, para otro.
La segunda tesis invoca las emociones como argumento. También aquí hay algunos resultados interesantes que muestran cómo las emociones ayudan a tomar decisiones y, a veces, hasta decisiones correctas. Desafortunadamente, casi todos olvidan algo fundamental, a saber, que, al final, para saber que la emoción y la intuición aciertan, para poder hablar de “decisiones correctas”, no hay otro camino que la razón, que es la que permite reconocer un resultado como correcto. Los resultados no son pocos, pero, desde luego, no dejan de ser una menudencia si se comparan con el número de libros de aeropuerto que los recrean y magnifican. Eso sí, con todos sus descuidos, el peor de los libros acaba por parecer los Principia Mathematica si se compara con una retórica política alérgica a los matices y dispuesta a apelar a las emociones como principios morales. Unos las invocan (“no nos sentimos queridos, cómodos”, “no me siento español”, o “me siento orgulloso de ser español”, que tanto da) y otros los dan por buenos (“hay que comprender sus sentimientos y no provocarlos”). Por supuesto, aquí no hay argumento alguno. Las emociones no justifican nada, a no ser que estemos dispuestos a dar por buenos los linchamientos, las venganzas o los “crímenes pasionales”. Y, ciertamente, los sentimientos son susceptibles de ser evaluados, incluso por los psiquiatras: que yo me sienta Napoleón no obliga a los franceses a cuadrarse a mi paso.
La tercera tesis neorromántica recrea el mito del buen salvaje. Nos vendría a decir que, en el fondo, somos buena gente y que ese fondo insobornable es la vía para solucionar los problemas colectivos. En este caso los avales empíricos más comunes son llamativos comportamientos de primates que algunos entienden como prueba de saludables disposiciones morales (de justicia o equidad) y firmes experimentos (como el llamado juego del ultimátum) que muestran que, en muchos procesos de reparto, los humanos estamos lejos de ser simples egoístas. Los resultados son, por lo general, sólidos, aunque su exacta interpretación está lejos de resultar inequívoca. En todo caso, lo que es un simple desatino es tomarlos como punto de partida de esa versión del buenismo político que da en sostener que la política, al final, es un asunto de buenas intenciones y que una conveniente educación moral, que permita salir a flote la excelente pasta de los ciudadanos, basta para encarar los problemas políticos.

Las disc
Naturalmente, las cosas resultan más complicadas. Que en muchas ocasiones no seamos egoístas ni calculadores, como muestran algunos experimentos, no quiere decir que seamos altruistas y desprendidos permanentemente. El homo oeconomicus no es un personaje de ficción. Cuando invertimos nuestros ahorros, reclamamos un aumento salarial o gastamos nuestros dineros somos bastante egoístas y calculadores. No nos olvidamos de los tipos de interés, los salarios o los precios. Sencillamente, la hipótesis del homo oeconomicus unas veces resulta verdadera y otras, no. Algo bastante común en ciencia, en donde damos como buenas o, por lo menos, aceptables las teorías en ciertas condiciones: la dinámica de Newton, verdadera en ciertos sistemas, pierde validez cuando nos aproximamos a la velocidad de la luz; la mecánica clásica no se aplica para dimensiones cercanas a la constante de Planck y la teoría de la selección natural, capaz de explicar la evolución de las especies, no da cuenta de la evolución del sistema solar o de las sociedades humanas, por más filigranas que algunos intenten. En el mismo sentido, podemos reconocer que la conducta egoísta, falsa en un convento, una comuna o una familia, rige en muchos ámbitos del comportamiento social, como lo confirman el funcionamiento de los mercados y la corrupción de cada día.
Lo malo de la política romántica es que sus consecuencias, por lo general, resultan poco románticas. Cuando se cree que los retos se resuelven con buena voluntad es fácil acabar atribuyendo la persistencia de los problemas a falta de voluntad o simple mala fe. Los socialistas de primera hora, convencidos de que muerto el perro se acababa la rabia, pensaron que el fin del capitalismo era el fin de los problemas: las personas, libres de contaminación, se entregarían a sus naturales vocaciones solidarias. Cuando sus economías mostraron dificultades para procesar la información, se lanzaron a buscar saboteadores y traidores. Si las cosas no funcionaban, era por falta de “voluntad revolucionaria”. A partir de ahí, lo peor.
Por supuesto, rechazar la política romántica no supone ignorar que con frecuencia las personas tienen comportamientos heroicos, se atribuyen identidades y se dejan llevar por sus sentimientos. Reconocer esa circunstancia es el punto de partida inevitable, no la solución. La fiscalidad no se resuelve con apelaciones a la buena voluntad, los sentimientos no ayudan a decidir entre leyes y las identidades, por más irreales que sean, han escrito la peor historia de la humanidad. Los dioses no existen, pero las guerras de religión son muy reales. Que tengamos una natural disposición a la superstición —que según los neurólogos, la tenemos— no nos obliga a entregarnos a ella. A nadie se le ocurre cerrar los departamentos de astronomía porque casi la mitad de los norteamericanos crean que la explicación del origen de la Tierra hay que buscarla en la Biblia. Más bien al contrario, es una razón para que proliferen.

Publicado en El País, 21/02/14


sábado, 22 de febrero de 2014

"E pluribus unum": el federalismo de EEUU

Juan Antonio Cordero
A raíz del desafío secesionista planteado por el nacionalismo catalán, el federalismo se ha convertido, al menos en apariencia, en una suerte de lugar común entre los referentes tradicionales de la izquierda institucional, la que no se considera a sí misma nacionalista -lo cual incluye a los partidos socialistas, PSOE y PSC, y a las formaciones de tradición más o menos comunista, afines, cercanas o federadas a la coalición Izquierda Unida-.
Desde luego, esta querencia por el federalismo no es sobrevenida: el término, aunque jamás concretado, forma parte del imaginario histórico de la izquierda española. Pero nunca antes el Partit dels Socialistes de Catalunya se había presentado a unas elecciones autonómicas con un lema tan lacónico como explícito al respecto ("Federalisme", en 2012), y nunca hasta ahora el PSOE había propuesto solemnemente una "reforma federal" de la actual Constitución como la que acordó en Granada. Una propuesta de reforma que ICV-EUiA, referente catalán de Izquierda Unida, ha descalificado aduciendo, por un lado, que "no es federalismo", y, por otro, que se trata de un "federalismo uniformizador" porque no contempla la separación unilateral de una parte. Nunca, desde la restauración de la democracia española, se había invocado el federalismo con tanto fervor en el debate público. Nunca antes, tampoco, había resultado tan visible el nivel de confusión, improvisación y frivolidad de la clase política en torno a este concepto.
Ante tanta profusión de federalismos y de federalistas, con proyectos y propuestas tan dispares para España, resulta llamativa la escasa atención que se presta a los federalismos realmente existentes. Cuando se alude a algún referente internacional, suele tratarse de Alemania, convertida al federalismo tras la Segunda Guerra Mundial, y bajo la tutela de los aliados; y Canadá, nacido de la reunión de las colonias inglesas y francesas de Norteamérica en un único dominio bajo la autoridad de la Corona británica, a finales del siglo XIX. Con frecuencia se omite, sin embargo, la experiencia federal de los Estados Unidos de América, que antecede a ambos y da lugar al primer y más longevo Estado federal del mundo.
"De muchos, uno": el imperativo del federalismo cívico-democrático

La fundación en 1776 de Estados Unidos, bajo la divisa E pluribus unum ("De muchos, uno"), constituye el punto de partida del federalismo moderno. Los Estados Unidos surgieron inicialmente como una confederación de Estados independientes -las antiguas trece colonias británicas de la costa este-, ligados por vínculos e instituciones "perpetuas" pero débiles. Así lo establecían los "Artículos de Confederación y Unión Perpetua" (Articles of Confederation and Perpetual Union, primera norma suprema de que se dotaron los delegados de los trece Estados) de 1781, según los cuales los Estados retenían para sí toda la capacidad ejecutiva y atribuciones clásicas de soberanía como la potestad de imponer tasas, recaudar impuestos o hacer justicia. En la práctica, todas estas restricciones confederales dificultaban la acción común y el desarrollo de una defensa y una acción exterior coherente, como quedaría de manifiesto en los años posteriores.
Aunque la estructura inicial de la Unión no era federal, su ambición sí lo era: la de 'federar', en su sentido más propio, a las trece colonias de la costa este; la de convertir a sus distintas poblaciones colonas, provenientes a su vez de distintos países europeos, en una sola comunidad política, en la que las diferencias geográficas, lingüísticas, religiosas o de origen nacional no impidieran decidir juntos. En 1787, constatadas las dificultades del confederalismo para avanzar en esta dirección, la Gran Convención de Filadelfia debatió y aprobó una nueva Constitución federal, que todavía hoy sigue vigente y que abre su preámbulo afirmando el nuevo sujeto político: We, the people of the United States("Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos").
Con el paso del tiempo, ese "nosotros", originalmente restringido a los colonos, se ha ido expandiendo lenta y progresivamente a los sectores olvidados de la población: indígenas americanos, mujeres, afroamericanos. No fue hasta 2008 que el nombramiento de una mujer y de un afroamericano a la Presidencia del país resultó una hipótesis plausible. Entre tanto, el federalismo americano se ha ido consolidando en un equilibrio dinámico y complejo, no exento de fuertes tensiones y graves enfrentamientos, en ocasiones ligados al avance del movimiento de derechos civiles.
Entre los más relevantes históricamente, que ilustran la utilidad de un nivel federal de decisión para la protección de "minorías" localmente discriminadas, no han faltado ni la secesión armada (la guerra civil norteamericana, provocada por la rebelión en 1861 de los Estados esclavistas tras la elección del abolicionista Lincoln como presidente), ni la insubordinación estatal a una sentencia federal (en 1957, el Gobierno federal tuvo que recurrir al Ejército en Little Rock para hacer cumplir Brown v. Board of Education, que ordenaba el fin de la segregación racial escolar, contra la pretensión del Gobierno estatal de Arkansas de mantenerla), ni, tampoco, las amenazas de secesión por razones fiscales (la más reciente, del Estado de Tejas en 2012).
Unión indestructible de Estados indestructibles

La larga trayectoria del federalismo estadounidense lo ha dotado de una gran flexibilidad a la hora de regular eficazmente el tipo de relaciones que en una federación mantiene una parte con el todo. En la sentencia Texas v. White (1869), que abordaba el estatus legal de un Estado, Tejas, escindido unilateralmente del resto de la Unión, la Corte Suprema describía el proyecto federal estadounidense como una "Unión indestructible compuesta de Estados indestructibles". Un poco más adelante, definía la jurisprudencia constitucional vigente sobre la secesión unilateral de un territorio parte de la Unión: "La unión entre Tejas y los demás Estados es completa y tan perpetua e indisoluble como la de los Estados originales [los trece firmantes de la Confederación]. No hay lugar para la reconsideración o la revocación si no es mediante una revolución o con el acuerdo de los Estados". Y seguía valorando la declaración unilateral de secesión de Tejas (1861) en términos que no dejan lugar a dudas: "De acuerdo con la Constitución, la ordenanza de secesión adoptada por la convención [de Tejas] y ratificada por la mayoría de los ciudadanos de Tejas, así como todos los actos legislativos orientados a hacer efectiva esa ordenanza, son completamente nulos. Carecen de eficacia jurídica. Las obligaciones del Estado, en tanto que miembro de la Unión; y de los ciudadanos del Estado, en tanto que ciudadanos de los Estados Unidos, permanecen íntegras e inalteradas...".
Más allá de sus circunstancias históricas, esta sentencia y la jurisprudencia en la que se inscribe resultan de interés porque ofrecen un modelo práctico y coherente del Estado federal, que ha demostrado sobre el terreno su capacidad para combinar satisfactoriamente, incluso en presencia del desafío más extremo -la secesión unilateral y armada-, los principios de unidad y diversidad, de democracia e imperio de la ley, de permanencia y flexibilidad. Es de destacar que esta secesión vino en su momento respaldada, tal y como recuerda la sentencia, por una votación popular, pero sólo en el territorio escindido, y bajo un gobierno estatal fuera de la ley constitucional. Lejos de hacer de la secesión un ejercicio democrático, esta circunstancia la convierte en un atropello de los derechos democráticos del resto de la Unión (lo que la sentencia denomina "el acuerdo de los Estados"), que ningún "autogobierno" de parte puede legitimar porque afecta al vínculo federal mismo, es decir, a todos. En efecto, que sólo algunos voten y pretendan decidir sobre los derechos políticos de los demás equivaldría a aceptar, por ejemplo, que los blancos decidieran votar, en nombre de un supuesto "autogobierno blanco", si los negros tienen o no derecho a votar con ellos (o viceversa): una votación así constituiría un ataque frontal contra las libertades constitucionales que ningún gobierno federal y democrático dudaría en combatir.
Esta noción de "Unión indestructible de Estados indestructibles" es probablemente el elemento que mejor define la originalidad federal. La necesaria convivencia de instituciones federales y entidades federadas en el seno del mismo cuerpo político diferencia al federalismo de otros modelos políticos, tanto del mero Estado unitario (una Unión política que puede estar formada por regiones con más o menos capacidades -como es el caso de Francia-, pero "destructibles", cuyos poderes están subordinados, en última instancia, al poder central) y la simple confederación o liga de países (una Unión "destructible" desde el momento en que cada país es libre de abandonarla unilateralmente).
La lógica federal
¿Dónde reside la razón de la igual "indestructibilidad" de unas y otras, de instituciones federales y entidades federadas? La unión federal (en el sentido de indestructible) de varias comunidades democráticas permite engendrar una democracia más extensa y de mayor calidad. En primer lugar, porque una democracia entre más es una democracia mejor, donde las mejores opciones tienen más oportunidades para ser expresadas y donde las políticas pueden ser mejoradas mediante una deliberación más extensa. Pero además, es una democracia más efectiva, porque la comunidad política es más relevante y tiene, por tanto, más medios para hacer respetar las decisiones que se toman en su seno. Durante los debates constitucionales, los federalistas traducían esto en una mayor capacidad de interlocución frente a las potencias extranjeras. En plena globalización, se trata también -y cada vez más- de contar con tamaño suficiente para defender la voluntad democrática (y sus derivaciones: derechos sociales de los trabajadores, libertades de los consumidores, estándares medioambientales, políticas redistributivas) ante los poderes globales, económicos y corporativos. Pero ambas ventajas -calidad y eficacia- están sujetas a la irreversibilidad de la federación. Esta es la condición para la existencia de una democracia en sentido propio, en la que la participación de todos en la construcción de la voluntad democrática sea inseparable del compromiso de respetarla una vez ha tomado forma, sin desentenderse cuando no coincide con las preferencias propias. No hay democracia posible cuando el que queda en minoría se siente legitimado para levantarse de la mesa y "decidir" por su cuenta lo que estime oportuno.
Desde una perspectiva federal, las entidades federadas deben ser igualmente preservadas. No porque encarnen, como se razona en ocasiones en España, una "identidad colectiva" ligada a un territorio, una cultura, una lengua, una historia o unos "paisajes modelados", por emplear la retórica preambular del Estatuto de Autonomía catalán de 2005; sino porque su presencia constituye un contrapeso democrático básico en una estructura federal. Lo que da sentido a la existencia política de una entidad federada es su utilidad, dentro del conjunto federal, para preservar y expandir las libertades y la pluralidad de los ciudadanos a los que agrupa. Protegiéndolos, en particular, de la amenaza que supone la concentración del poder en un solo centro.
Se trata, por supuesto, de un argumento recíproco, que legitima a las entidades federadas frente a las federales y a las federales frente a las federadas, porque reposa en el equilibrio entre ambas. La convivencia, en cada rincón del territorio, de varios poderes públicos, igualmente democráticos, igualmente responsables ante los ciudadanos, sin capacidad para expulsarse mutuamente y autónomos (que no independientes) entre sí, es la garantía federal de los derechos y libertades de cada ciudadano. No hay, por tanto, lugar para "Estados residuales" en esta lógica federal; ésta no es una cartografía de las diferencias ni un reparto de esferas de influencia exclusiva, sino un mecanismo para la dispersión del poder en distintos niveles que protejan la diversidad social y las libertades públicas, en el interior del conjunto federal y en cada una de las entidades federadas.

Entrada publicada en Crónica Global el 18/02/14