Javier Soria
Que el dictamen del Consell
de Garanties Estatutàries, con el apoyo de cinco de sus nueve miembros, da
soporte a una Ley que pretende amparar un referéndum encubierto es algo ya
sabido. No vale la pena extenderse sobre esta cuestión, objeto de numerosos
análisis, que los cuatro votos particulares ponen de manifiesto, de manera
especialmente brillante -y sin desmerecer a ninguno de los discrepantes con el
voto mayoritario- en el caso de Eliseo Aja. Por eso, comentaré tres cuestiones
heterogéneas entre sí, menores, que, sin pasar desapercibidas, no han merecido
tanta atención.
La primera de ellas, que tanto Eliseo Aja como
Marc Carrillo abogan por la posibilidad legal de llevar a cabo un referéndum en
que se examine la eventualidad de la secesión, incluso sin necesidad de previa
reforma constitucional. En ambos casos, y cada uno desde su propia visión del
tema, se defiende la ineludible necesidad previa de llevar a cabo reformas
legales, crear alguna ley nueva o concluir acuerdos que permitan un referéndum
(que Carrillo, por ejemplo, considera encajable en la Constitución, pero a la
vez admite que la doctrina del TC no lo permite) con el objeto que todos
conocemos. Cuando se leen opiniones de autorizadísimos profesionales, una
posición prudente aconseja el estudio, crítica y debate de las posiciones
jurídicas discrepantes que aparezcan bien fundadas. Precisamente, Carrillo dice que su opinión
contraria a la constitucionalidad de la Ley lo es sin perjuicio de que después
de los acuerdos generales que correspondan y de un amplio debate público se
puedan articular consultas con la adecuada cobertura constitucional sobre
temas de interés general en el ámbito autonómico.
Y este es el primer gran
problema del movimiento secesionista: ese previo y amplio debate público
no ha existido, ni existe. Es cierto, y así lo refleja el dictamen y lo
reconocerá cualquier jurista, que la Constitución carece de límites materiales
y que, por lo tanto, todo es modificable. Ahora bien, para alcanzar la
secesión, se pretende usar una vía directa, sin reglas predefinidas, mediante
un referéndum convocado unilateralmente, con fecha y preguntas ya impuestas de
antemano y un procedimiento equivocado. Por mucho que se quiera cargar la
responsabilidad al Estado acusándolo de inmovilismo, se impidió cualquier
posibilidad de amplio debate acerca del proceso desde el momento en que se fijó
fecha y pregunta a la «consulta». Más allá de la exigencia de convocatoria de
un referéndum, nunca se ha planteado de verdad un marco (político,
jurídico, social o cualquier otro) conforme al cual se generase un auténtico
diálogo, discusión y debate sobre de la articulación de mecanismos para una
hipotética secesión. Se podrá tener éxito o no, pero no se ha planteado. Ir al
Congreso con una pregunta y fecha prefijadas a pedir la delegación de la
competencia para celebrar un referéndum no es un marco de diálogo.
Desde la óptica
secesionista, la decisión ya estaba tomada con base al supuesto derecho a
decidir, que todo lo puede, por lo que cualquier objeción a la consulta supone
automáticamente quedar encasillado en un «no a todo» antidemocrático -según
la argumentación habitual de los
promotores del movimiento- incluso aunque se señale, como Aja y Carrillo (y no
son los únicos), la posibilidad de hallar un encaje al referéndum, si bien con
la particularidad de que el medio utilizado no sea fraudulento y que se lleven
a cabo las adaptaciones necesarias, sean de carácter legal o de mero pacto.
La táctica
adoptada, pues, ha impedido un debate completo de la cuestión, que para el
movimiento secesionista debería resolverse rápidamente, bajo el lema «tenim
pressa» (tenemos prisa) que evidencia un estado, temporal o no, sostenido
en el tiempo o no, que se quiere intentar aprovechar para llegar a la
separación. Prueba de ello la tenemos en una entrevista a Josep Maria
Terricabras a principios de 2013 en la revista «Esquerra» (pág.14), en
que decía: «Crec que les emocions, la ràbia,
la il·lusió també són efímeres. Ho comparo sempre amb l’entusiasme sexual. Tant
l’entusiasme sexual com l’entusiasme patriòtic o nacional tenen una durada
justa, no poden durar dies i dies. Hem d’aprofitar aquest moment.» («Creo que las
emociones, la rabia, la ilusión también son efímeras. Lo comparo siempre con el
entusiasmo sexual. Tanto el entusiasmo sexual como el entusiasmo patriótico o
nacional tienen una duración justa, no pueden durar días y días. Hemos de
aprovechar este momento.»). O sea: vayamos lo más rápido posible -con lo
que se recortan las posibilidades de discusión y debate- porque podemos perder
el entusiasmo, que es una emoción efímera, y quizás la voluntad de secesión no
se sostiene de manera indefinida. En la misma línea, un reciente artículo de
Hèctor López Bofill se
pregunta: «Han passat dos anys per fer la independència o per donar temps
als nostres adversaris que s'organitzin davant la passivitat de les nostres
autoritats?» (¿Han pasado dos años para hacer la independencia o para
dar tiempo a nuestros adversarios a que se organicen ante la pasividad de
nuestras autoridades?).
Para llegar a un referéndum
de secesión -si es que se llega- son necesarios muchos pasos previos y la
presentación, examen y discusión de alternativas. Aun cuando no se quiera
admitir, no se han dado tales pasos -como se desprende del apunte de Carrillo,
al abogar por un amplio debate público- porque obligarían a intentar establecer
un marco legal, político y social
reflexionado, o sea, el debate, que no conviene a la efervescencia del
movimiento.
¿Es difícil llegar a
establecer el marco de una secesión? Por supuesto. Pero la dificultad no es
excusa suficiente para soslayar el «amplio debate público» que las decisiones
unilaterales han cercenado, como se evidencia cuando la opinión de reputados
especialistas favorables al encaje de un referéndum pasa prácticamente
inadvertida. El problema de su postura es que formula dificultades que el
secesionismo no está interesado en superar, por lo que lo más sencillo es
enviarlos al «antidemocrático» grupo del «no». ¿Y cuál es la solución a
ese marco? Pues la daría, si procediera, lo que resultara del debate, porque
nada está predeterminado, pero no la da el entusiasmo ni la expresa llamada a
evitar que se organicen aquellos que no están a favor de la independencia. Un
referéndum legal de secesión -que es una decisión grave e importante- no se
construye de este modo.
La segunda cuestión
relevante
es la desaparición argumental del derecho a decidir. El lector sabrá que la
piedra angular del denominado proceso ha sido la reclamación del ejercicio del
llamado derecho a decidir. Pues lamento comunicar que con la Ley de Consultas,
y según la interpretación del Consejo de Garantías, no se ejerce el derecho a
decidir, sino el derecho a opinar. Ejercer el derecho a opinar está bastante
bien, porque se trata de un derecho fundamental, pero no se trata del derecho a
decidir que los promotores de la consulta han defendido para llegar hasta ella.
En el dictamen se defiende
que la Generalitat puede consultar a los ciudadanos con un procedimiento
distinto y unas consecuencias diferenciadas del referéndum, para conocer con
cierta precisión la posición u opinión de la ciudadanía sobre un tema de
relevancia política. En realidad, como muy bien señala Carrillo en su voto
particular, pretendidamente se trata del ejercicio del derecho fundamental a la
libertad de expresión en la modalidad de opinión, cuando en verdad se trata del
ejercicio del derecho a la participación política mediante el voto. Aquí
estamos ante otra de las trampas (Rafael Arenas utiliza el
mucho más elegante término falacia) habituales del secesionismo, en este caso refrendada
por cinco consejeros: a una opinión (derecho a la libertad de expresión) se le
quiere dar un efecto político (derecho de participación política), lo cual no
es posible. Y es que por mucho que el dictamen afirme que existe siempre en
toda consulta un elemento decisorio implícito, esto puede ser predicable de la
participación política, pero no de la libre expresión de opiniones. Por eso,
cuando el sr.Homs dice que se quiere
hacer una encuesta, la respuesta automática es la de quitarle todo valor político: la
expresión de una opinión es distinta del ejercicio de un derecho político, que
sería en este caso el denominado «derecho a decidir», que, como se ha dicho,
queda difuminado hasta desaparecer de la argumentación que da soporte a la Ley
de consultas no refrendarias. Si el dictamen se apoyara
en el derecho a decidir, estaría reconociendo que se trata de una expresión de
la participación política, y por lo tanto se precisa el referéndum, que es lo
que se quiere evitar admitir.
O se opina, o se decide.
Pero no los dos. Para salvar esta inconsistencia lógica y jurídica, se recurre
a un subterfugio como es afirmar que la opinión (la encuesta) tendrá un efecto
político (como si fuera un referéndum), cuando lo que sucede, como es obvio, es
que se quiere hacer pasar un referéndum por encuesta. En cualquier caso, y ello
se extrae del dictamen, la defensa acérrima del «derecho a decidir» que
escuchamos desde hace tiempo queda reducida a la inexistencia si únicamente se
trata de recabar opiniones. ¿Dónde ha quedado el derecho a decidir si solo se
pide la opinión? La incoherencia es incuestionable, demuestra que el derecho a
decidir no existe y, después de tanto tiempo insistiendo con ese supuesto
derecho, a la hora de la verdad resulta que no se ejerce porque se afirma que
se pide la opinión. Adiós al derecho a decidir, al menos como argumento legal
de una «consulta».
Una tercera cuestión: la falta de uso de la Ley
de referéndum catalana vigente. Muchos lo han olvidado, o incluso lo
desconocen, pero en varios pasajes del dictamen -y de los votos particulares-
se resalta que la Ley catalana de Consultas Populares por vía de Referéndum (Ley 4/2010), aunque recurrida ante el
Tribunal Constitucional, está plenamente vigente tras ser alzada la suspensión
de diversos artículos mediante Auto de 9 de junio de 2011. Al margen de su uso
o no para votar la independencia (en cualquier caso, se requeriría la
autorización del Estado), llama la atención que, en los más de tres años
transcurridos desde esa fecha, no haya existido una sola iniciativa que se
proponga someter a votación del electorado para, en palabras de la Ley, “...determinar
la voluntad del cuerpo electoral sobre cuestiones políticas de trascendencia
especial con las garantías propias del procedimiento electoral”. Como bien
se lee, el referéndum tiene como vocación determinar la voluntad en cuestiones
políticas de importancia y no meramente conocer la opinión, por lo que está
claro que la consulta es un referéndum encubierto.
Pues bien, y al hilo de esta
Ley, cabe recordar que otro de los argumentos en justificación de la secesión
es aquel que defiende una democracia más participativa, con un mayor número de
herramientas para favorecer la intervención del ciudadano en la regulación del
sistema en todas sus facetas. Sin embargo, resulta que en más de tres años no
se ha llegado a someter al cuerpo electoral una sola iniciativa para determinar
su voluntad en cuestiones políticas relevantes. Se apela mucho a la democracia,
pero a la hora de aplicar el concepto, la realidad se demuestra muy distinta
por parte de aquellos que se encarnan como paladines de la virtud.
En conclusión, por mucho que se niegue,
fijar fecha y pregunta eliminó todo debate sobre el proceso razonable a seguir,
fuera cual fuese la postura argumentadamente defendida: desde la más
restrictiva en sentido negativo, hasta quien admita la forma más laxa posible
de llegar a un referéndum de secesión. El necesario amplio debate público quedó
cortado a causa de las prisas para aprovechar el momento, de modo que ya solo
es posible estar a favor o en contra de la democracia, según los postulantes de
un referéndum ¡encubierto!, como si eso fuera democrático. Esto provoca que se
ignore por completo todo planteamiento distinto o matizado, como los comentados
de Aja o Carrillo, al margen de que puedan tener éxito o no. Si sumamos que,
como argumento para justificar la consulta, se ha abandonado el derecho a
decidir a cuyo abrigo se han celebrado tantos actos, y convencido a tantos, y,
encima, resulta que la Ley de consultas populares por vía de referéndum está
vigente pero no se usa para nada, concluiremos en que, como dice Victoria Camps, el «proceso» se empezó por
el tejado, como en buena parte ejemplifican tres cuestiones, no tan menores,
del dictamen de una Ley.
Buen articulo y aclaratorio
ResponderEliminarsi, vale..pero 5 han votado a favor--¿o no?
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