Juan Antonio Cordero
Hace unas semanas, Joaquim Coll
publicaba en este mismo diario una interesante contribución (“Federar España”,
28 de febrero) al debate sobre la organización territorial y el desafío
secesionista. En ella, Coll defendía la conveniencia de una reforma
constitucional federal y replicaba a las tres grandes objeciones o sospechas
que, desde posiciones políticas distintas e incluso diametralmente opuestas,
reciben los que, como él, se definen explícitamente federalistas: la sospecha
de inanidad (¿qué traería el federalismo que no esté ya en un régimen
autonómico como el actual?), la de inutilidad (ningún nacionalista va a dejar
de serlo gracias a una reforma federal) y la de imposibilidad (eso ya se
intentó con el Estatuto –aducen los nacionalistas--, y su fracaso demuestra que
no funciona). Tres objeciones dispares, unidas por el común escepticismo ante
la deliberada ambigüedad de los responsables políticos que han hecho del
“federalismo” su estandarte.
Las réplicas de Coll
Coll responde a estas tres
sospechas metódicamente, una por una. Sus réplicas resultan consistentes cuando
se examinan por separado, pero su compatibilidad resulta más problemática
cuando se consideran en conjunto. En parte, probablemente, porque con ellas el
autor pretende vender un mismo producto –la reforma constitucional
federal-- a sectores políticos y sociales que no sólo no quieren lo mismo, sino
que en ocasiones quieren lo contrario; los argumentos que valen para una
objeción se vuelven entonces contra los que se emplean para otra, y la
coherencia global se resiente. El resultado es una posición a veces confusa y
por momentos desdibujada, que no está exenta de contradicciones.
Es cierto que, aunque dotado de
“textura federal”, el Estado autonómico español carece de algunos elementos de
“cierre”, tal y como afirma Coll al abordar la primera objeción. Pero una cosa
es “cerrar” el sistema autonómico (dotándolo, por ejemplo, de un Senado que
permita asociar a las autonomías a las políticas nacionales; clarificando el
catálogo competencial o profundizando en instituciones de coordinación y
cooperación entre Administraciones), y otra cosa es “cambiar el modelo
territorial” tal y como pretendieron –de forma fraudulenta-- los ideológos del
nuevo Estatuto de Autonomía catalán. El matiz es relevante, porque mientras el
“cierre” federal autonómico pasa por introducir elementos de racionalidad,
coordinación y cooperación entre Administraciones, es decir, por fortalecer los
vínculos y avanzar hacia un Estado más operativo; resulta mucho más enigmática
e imprecisa la pretensión de “cambiar el modelo territorial español”, sin que
la referencia a la reforma estatutaria catalana contribuya en exceso a disipar
dudas. Sobre todo, porque la vía entonces ensayada (de la que, en gran parte,
el actual desafío secesionista es la continuación por otros medios) consistía
exactamente en lo contrario, esto es, en convertir ese Estado en “residual en
Cataluña”, según gráfica expresión de Pasqual Maragall. No parece casual que
esta doble retórica del “federalismo de cierre” y el “federalismo de cambio de
modelo” se repita entre los principales promotores del federalismo, como si de
un reparto de papeles se tratara: mientras los líderes nacionales del PSOE
hacen hincapié en lo primero, los dirigentes del PSC, partido central en la
gestación del nuevo Estatuto, parecen hablar exclusivamente de lo segundo. Si
la propuesta federal que se propone pretende a la vez satisfacer ambos
propósitos, el escepticismo que despierta a día de hoy está más que
justificado.
Resulta igualmente llamativa la
discordancia entre el diagnóstico que hace Coll sobre el Estado autonómico, que
señala con acierto la falta de cultura política federal y la ausencia de
“cooperación [y] lealtad institucional” entre los distintos agentes políticos;
y su remedio, que consiste, según apunta desde la primera línea del artículo,
en modificar la Constitución. La Constitución constituye el esqueleto de un
sistema político e institucional, pero no determina mecánicamente la cultura
política subyacente; más bien es un subproducto de ésta. No basta, por tanto, decretar
en una Constitución ni la cooperación ni la lealtad institucional para que
éstas se materialicen; al contrario, su obstinada ausencia puede paralizar, o al
menos someter a enormes tensiones internas (como las que estamos viviendo
ahora) cualquier diseño de Estado complejo, autonómico o federal, que pueda
plasmarse en una Carta Magna. Y si la falta de lealtad entre instituciones y de
cultura política federal ha lastrado el funcionamiento del Estado autonómico,
¿por qué una Constitución de corte explícitamente federal iba a escapar al
mismo problema?
Federalismo, lo instrumental y lo
sustantivo
Estas reservas no descalifican, a
priori, el proyecto federal, que sigue constituyendo un modelo válido --no
el único-- para la gestión de la convivencia en sociedades complejas como la
española. Pero sí obligan a realizar un esfuerzo de clarificación y a revisar
la secuencia que se propone: cuando lo que se discute no es el tipo de
convivencia sino el mero hecho de la convivencia en sí, las reformas
constitucionales (y más en general, los debates de diseño institucional) no
pueden ser el punto de partida del federalismo; en todo caso deberían ser su
culminación. Antes de plantear un delicado proceso de modificación de la Carta
Magna y el resto del ordenamiento jurídico, cabría detenerse en los
prerrequisitos del federalismo, que operan a un nivel más político y social que
jurídico o institucional.
Cabría plantearse, por ejemplo,
cómo puede desplegarse y qué credibilidad tiene un federalismo promovido por
agentes políticos incapaces de asumir internamente la lógica federal, es decir,
incapaces de (o renuentes a) articular un proyecto político a la vez nacional y
local, una visión de conjunto que esté presente en todas las partes y que vaya
más allá de su simple yuxtaposición. No se trata de que “no haya federalistas
en España”, como observan quejumbrosos unos nacionalistas que, en todo caso,
serían sus primeros adversarios; es que las fuerzas políticas que se dicen
federalistas no saben, no quieren o no pueden organizarse de una manera
propiamente federal, prisioneras de unas inercias históricas que tienen poco de
federales y mucho de centrífugas. La familia política que ha hecho últimamente bandera
de la reforma constitucional federal, la de los socialistas, ha renunciado
explícitamente a ello: el PSOE, que abraza en teoría la idea de una “España
federal”, prefiere estar ausente y desentenderse, como partido, de una autonomía
en la que reside casi el 20% de los españoles. Su partido “asociado” en
Cataluña, el PSC (PSC-PSOE), hace mucho tiempo que practica,
en el mejor de los casos, una suerte de federalismo clandestino y vergonzante:
opera en clave exclusivamente localista (“somos antes catalanes que
socialistas”, decía hace ya años un alto dirigente del partido) y hace todos
los esfuerzos por silenciar su participación y minimizar su compromiso, en caso
de haberlo, con un proyecto político nacional, para toda España.
Más allá de los prejuicios
históricos e ideológicos que puedan pesar en España sobre la noción de
federalismo, son estas paradojas, bien presentes y bien reales, las que
explican buena parte de las suspicacias que la retórica federal, y sobre todo
sus adalides políticos, despiertan entre amplios sectores de la sociedad
catalana y en el conjunto de la sociedad española. Para que el federalismo
pueda ser asociado eficazmente en España con la “unión en la diversidad” y no
con la disgregación, es necesario que exista un proyecto cívico y político
nacional, para todos los españoles, del cual el federalismo pueda ser la
traducción institucional. Es necesario que exista un horizonte político y
social ambicioso e integrador, que no sólo se centre sólo en definir “cómo” organizar
el entramado de Administraciones, sino también en “por qué” y “para qué”
mantener y reforzar los vínculos comunes; que no se agote en los laberintos y
los mecanismos institucionales para “seguir juntos”, sino en los motivos por
los que la unión cívica y federal es preferible y superior a los proyectos
adversarios. Sin una visión clara y políticamente estructurada de la sociedad
que queremos, y de las razones por las que esta sociedad necesita o es más
factible en una España unida de ciudadanos libres, el federalismo se convierte
en una simple técnica institucional para iniciados, incapaz de movilizar a la
ciudadanía. Peor aún: en esas condiciones, cualquier dinámica federalizante
corre el riesgo de ser secuestrada (como lo ha sido, en buena medida, la
dinámica autonómica) por las pulsiones centrífugas, que están apoyadas –ellas
sí-- por propuestas políticas identitarias excluyentes, populistas, pero que
tienen la capacidad de dirigirse directamente a la ciudadanía. Así ocurre, por
cierto, no sólo en España, sino también en Bélgica, país en que la ausencia de
un proyecto nacional o federal sustantivo, para el conjunto de los belgas, ha convertido
al nacionalismo flamenco en motor y guía de la federalización, con la deriva
conocida.
No es sólo, como acertadamente
observa Coll, que el secesionismo tenga un “componente emocional y épico” que
lo hace atractivo. Es que, además, refleja un modelo de sociedad homogénea,
autárquica, autosuficiente y armónica que se puede compartir o no (y de cuya
viabilidad se pueden tener serias dudas), pero que por lo menos resulta
reconocible, y que no se agota en una fría estructura institucional ni legal.
Un “projecte de país”, por emplear la manoseada pero muy eficaz
terminología nacionalista, que en el caso secesionista se restringe obviamente
a Cataluña. En esto, el independentismo no tiene y no tendrá adversario en el
discurso federalista, al menos mientras los partidarios de este último sigan
haciendo de la reforma constitucional el alfa y el omega de su propuesta.
Mientras no se
atrevan a construir, también, un verdadero proyecto de país para todos y con
todos, hasta el Ebro y más allá.
Unión cívica frente a exclusión
identitaria
Coll parece compartir, al menos
en parte, esta apreciación: su propio artículo acaba incidiendo en ello cuando
en su último párrafo afirma, de forma un poco incongruente con el resto del
texto, que “más que el federalismo como técnica organizativa del Estado [que
sin embargo es el único accesible a través de una reforma constitucional], a los
federalistas lo que nos interesa es la federación, que es el deseo de querer
seguir compartiendo un proyecto en común”. Esta frase conclusiva reconcilia,
casi por sí sola, el cuerpo del artículo con su ambicioso título, “Federar
España”. Pero eso es lo que tenemos pendiente los catalanes que, con Coll,
creemos que la unión cívica y la convivencia de todos los españoles en un mismo
cuerpo político, ampliable y no fragmentable, es un valor superior a su
separación: contribuir a federar, actualizar y defender ese “proyecto común”, o
más bien esos proyectos comunes, que queremos seguir compartiendo con otros
españoles. Proyectos que tratan de España: la España que queremos, y lo que
queremos y lo que podemos conseguir, con ella y a través de ella, en nuestras
vidas cotidianas, en Europa y en el concierto internacional, como sociedad
organizada.
No se trata de inventar nada que
no haya existido ya. Recordamos estos días a Adolfo Suárez, que encarnó con
habilidad y coraje uno de esos proyectos cívicos nacionales que movilizan a la
ciudadanía y dan impulso a la convivencia: la construcción de una España por
fin democrática, reconciliada consigo misma y vuelta hacia el futuro.
Históricamente, la izquierda también ha sido sabido generar horizontes de
convivencia y progreso capaces de ilusionar a los españoles, cuando las
inercias heredadas han dado señales de agotamiento: el tristemente truncado
ideal regeneracionista y modernizador de la República laica y democrática, que
en su momento representó Manuel Azaña; y la ambición por incorporarnos a Europa
en lo institucional, pero sobre todo en lo democrático y en lo social, que
lideró Felipe González, son buenos ejemplos de esa capacidad para construir
futuros compartidos. Ninguno de ellos es directamente trasladable ni mecánicamente
repetible ahora, fuera de la situación histórica en que cobraron forma y
sentido (algo que demostró, en cierto sentido, la evanescencia del 'revival'
republicano y europeísta naïf que intentó Zapatero). Pero ambos pudieron
ser vectores de vertebración del país porque se dirigieron directamente a todos
los españoles con la vocación de federarlos, y no (sólo) a unas u otras
élites con la pretensión de negociar el apoyo de sus respectivas esferas
de influencia social. Porque armaron un horizonte complejo y diverso para
España –es decir, para los españoles--; rico en referentes, pero coherente y
reconocible en su conjunto; sustantivo, y no sólo jurídico o institucional.
Publicado en Cronica Global (06/04/14)
El federalismo es una propuesta vacía,por indefinida.Es el argumento de los que no quieren definirse.
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